Masái

La guerra, la caza y la cría de ganado bovino, lanar y cabrío -pero sobre todo bovino- son las únicas ocupaciones dignas de un hombre. Los matabele, que son también un pueblo bravo, han aceptado servir a sus vencedores. En cambio, nadie ha logrado convertir a un masái en su servidor, ni nadie ha logrado vencerle; a veces les han engañado un poco, pero los masái han negociado siempre con el hombre blanco en plan de igualdad.

Un turista en África (Evelyn Waugh)


A ojos occidentales, probablemente la mas popular de las tribus africanas sea la de los masái, con permiso de zulúes, pigmeos y tuaregs (y dando por válido el concepto ambiguo de tribu). Sus estilizados integrantes, de cabezas rapadas y túnicas de colores, de sandalias de neumático y collares de abalorios, de economía ganadera y afición a la caza del león, nos resultan tan familiares que no falta quien, rendido de admiración, se lía la manta a la cabeza y rompe son su entorno para irse a vivir con ellos.

Guerrero masái dando uno de los típicos saltos

Es lo que le pasó a mediados de los años ochenta a una joven suiza llamada Corinne Hofmann, a la que se conoce como la Masái blanca por el libro homónimo que escribió contando su experiencia. tras enamorarse de un samburu (una de las cuatro tribus que componen la etnia junto con los arusha, baraguyu y los propios masái) y dejarlo todo siguiéndole a África, allí descubrió que la realidad es mucho menos poética de lo que parece a primera vista. El choque cultural fue enorme, máxime al descubrir las miserables condiciones de vida (hambre, frío, privaciones, enfermedades) y esas desagradables tradiciones (poligamia, mutilaciones corporales, machismo y ablación genital) que desdibujan la tópica imagen idílica de los pueblos indígenas.

Un kraal masái del Ngorongoro. A la izquierda de la imagen, la boma interior que protege el ganado de noche. En el centro, la artesanía guardada tras la compraventa

Corinne, al menos, no fue adquirida por su marido por el método clásico: hacer sonar un cencerro tantas veces como reses tenga su futuro suegro. Tampoco tuvo que raparse la cabeza para evitar resultar demasiado atractiva a ojos de otros hombres. Pero no aguantó más de tres años, claro, porque a los turistas les resulta muy divertido visitar a los masái, contemplar el adumu (su célebre danza de saltos para atraer esposas), entrar en sus manyattas (chozas en forma de iglú construidas con estiércol, paja y barro endurecido), pasear por el kraal (poblado) comprando artesanía o un olkarasha (la típica manta de cuadros rojos y azules que visten) y reír en la escuela local con los avispados niños aprendiendo a contar hasta diez en inglés de forma sospechosamente escénica. Pero la existencia por esos lares y en esas condiciones es muy dura, aún cuando ahora usen teléfono móvil y lleven relojes digitales en la muñeca. Yo mismo tuve ocasión de comprobarlo en una ladera del Cráter del Ngorongoro, en Tanzania.

Las manyattas se construyen con una mezcla de adobe y excrementos bovinos

Recibido por los guerreros y sus mujeres con una danza de bienvenida, previo pago riguroso eso sí, pasé a mantener una charla con el segundo laibon o jefe (el absoluto estaba de viaje), que empleó el inglés no su lengua natal, el maa, que es de origen nilo-hamítica. Fue en el interior de su cabaña, donde la luz penetraba por una salida de humos en el techo y, por cierto, se estaba más caliente que en el hotel, en el que hacía un frío de muerte. Habiéndoselo comentado a mi interlocutor, me invitó a pernoctar allí, oferta que decliné amablemente porque debía seguir viaje y, en mi fuero interno, imaginaba que iba a tener que rechazar la cena correspondiente: la tradicional mezcla de leche y sangre bovinas, que sin hervir tiene todos los números para hacer que uno se lleve de recuerdo una triquinosis o una brucelosis. En realidad sólo se hace como ritual, pero más vale prevenir.

En la danza de bienvenida, aparte de los saltos, los masái se alejan...

... y luego regresan, repitiendo estos movimientos varias veces entre cánticos

Las chozas son de planta circular pero disponen de una curiosa especie de pasillo construido de forma helicoidal que evita la fuga del calor interior y, sobre todo, dada su estrechez, dificulta el acceso a depredadores potenciales, como leones o hienas. La protección contra esos peligros, casi inconcebibles para nosotros, es una constante para los masái en una región que comparten con la fauna salvaje local; por eso el poblado está circundado por una empalizada de boma (ramas secas) y, de noche, el ganado se guarda en otra situada en el centro de ese recinto circular. Al fin y al cabo es la base de su economía -turismo aparte-, pues como pueblo escogido por Ngai -su dios principal- recibieron el regalo divino de las vacas (para cuya matizadísima designación tienen unos setecientos vocablos). No sólo las suyas sino todas las del mundo, que creen que les pertenecen. De ahí su sangrienta historia de ataques a otros pueblos para robárselas -durante los cuales exterminaban a todo bicho viviente para evitar venganzas- que les ha dado fama de temibles combatientes.



Y eso que no son autóctonos sino de origen nilótico, es decir, procedentes de la zona noreste del lago Turkana, desde donde las sequías les hicieron desplazarse hacia el sur entre los siglos XVII y XVIII. Durante esa emigración fueron aplastando a todas las tribus que se les opusieron -a otras las asimilaron- hasta asentarse -relativamente, dado su carácter nómada en busca constante de pastos- en una zona central del continente del tamaño de Inglaterra que se conoció como Masailand. Pronto alcanzaron esa fama de la que hablaba, impidiendo por las malas que nadie entrara en su territorio so pena de terminar como los leones que los jóvenes debían cazar en solitario para demostrar su valor y entrar en la edad adulta como elmoran (guerrero). Hasta las caravanas esclavistas árabes daban un rodeo para evitar riesgos.

Las nubes bajas matutinas envuelven las inmediaciones del poblado y las colinas vecinas de Ngorongoro

Los masái, no obstante, eran conscientes de su inferioridad militar ante el hombre blanco, por lo que mantuvieron buenas relaciones con él desde finales del siglo XIX, cediéndole terreno para sus plantaciones de café a cambio de que les dejara tranquilos y les diera otras para pastos. Aunque sus clanes quedaron artificialmente separados entre dos países (Kenia y Tanzania) y no faltaron los roces, el verdadero problema de las autoridades coloniales fueron los kikuyu, de origen bantú, con los que chocaron de frente cuando se negaron a ser expoliados.

De hecho, los blancos aprovecharon la ancestral rivalidad entre kikuyu y masái. Evelyn Waugh, conocido autor de Retorno a Brideshead que hizo un viaje por el centro del continente, lo narra en su libro Un turista en África de forma muy gráfica:

"Durante la rebelión Mau-Mau, [los masáis] proclamaron gozosamente que habían sido los ingleses quienes habían traído aquí a los aparentemente dóciles kikuyu y se dispusieron a contribuir a la pacificación. Durante una generación habían sido castigados por atacar a los kikuyu; ahora les pagaban por hacerlo. Se cuenta que una de sus patrullas recibió orden de apoderarse de todas las "armas" de los kikuyu que pudiese encontrar;  a la mañana siguiente, apareció ante la tienda del comandante un montón de brazos cortados."

Hoy son cerca de un millón de masáis los que tratan de mantener su forma de vida seminómada y centrada en el pastoreo. Como cuenta su religión tradicional, Ngai es una manifestación de la tierra, por lo que arar sería hacerle daño. Únicamente admiten pequeños cultivos que introdujeron las mujeres de otras etnias con las que se casaban, pues en eso eran bastante abiertos; tanto que otra de sus costumbres es -o era- ofrecer la esposa al huésped.


Mujeres masái con sus mejores galas

Orgullosos como pocos pero pobres (el dinero que les llega del gobierno procedente del turismo en sus tierras es ridículo), fieros pero elegantes a un tiempo ("Un masái es un Apolo con cara de diablo" dijo un explorador), valientes pero sin poder demostrarlo ante la prohibición de la caza de leones, carentes de historia (ni escrita ni oral porque cuando un masái muere no se le entierra -salvo que sea importante o un hechicero-, sino que se deja en la sabana para los carroñeros y nunca más se vuelve a mencionar su nombre; por cierto, si está muy enfermo se hace lo mismo), aunque aficionados a las adivinanzas y los aforismos, constituyen la última trinchera del modo de vida ancestral contra la civilización. Para bien o para mal.


Fotos: Marta BL

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