San Juan Chamula


Leo una noticia a la que tildar de sorprendente se quedaría corto. Según parece, la Coca-Cola se ha convertido en una bebida común en San Juan Chamula pese a las reticencias de los vecinos más recalcitrantes. Si es así, habrá que concluir que el triunfo del capitalismo es total, absoluto y definitivo porque ese pueblo del estado mexicano de Chiapas seguramente era la última trinchera; al fin y al cabo, hasta el mundo musulmán había caído (en su caso más bien del lado de Pepsi), incluso el sector extremo, ya que la creación de la Meca Cola (si, existe), por mucho que cambie el nombre, no deja de ser una adopción del mismo concepto. 



¿Por qué estas consideraciones? No por el refresco, evidentemente, sino por San Juan Chamula. Es un lugar un tanto anómalo porque esa en esa zona del sur de México predomina la exuberante y densa vegetación de la selva Lacandona pero el pueblo se halla a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, en un ambiente montañoso, como si también en eso quisiera distinguirse. ¿También? Sí, porque San Juan Chamula no es como otras localidades de su entorno.

En efecto, si bien no es difícil llegar por carretera desde la vecina y muy turística San Cristóbal de las Casas, que está a sólo diez kilómetros, en realidad da la impresión de ser como uno de esos pueblos fantasmas que permanecen aislados de la realidad por una niebla que los sitúa en otra dimensión, a la manera de Brigadoon. Y eso que Bernal Díaz del Castillo, el cronista de Hernán Cortés, recibió la región en régimen de encomienda en 1524. Pero a pesar de la lógica hispanización, la población autóctona, que era tzotzil (una etnia perteneciente a la familia maya), mantuvo buena parte de sus costumbres y tradiciones dada la poca penetración de los españoles. Algo que continuó con el paso de los siglos hasta el punto de que los tzotziles se unieron a aquella rebelión maya que se levantó en armas contra el gobierno mexicano ya independiente a mediados del siglo XIX: lo que se llamó la Guerra de Castas, al enfrentarse los indios con criollos y mestizos de toda la península del Yucatán, y que no terminó hasta 1901 (aunque en 1912, durante la revolución, volvió a producirse una revuelta).

Este cartel se ha convertido en un clásico para las fotos de los visitantes

Las tumbas superan ampliamente el concepto de sencillez

Esta breve reseña histórica sirve para intentar entender cómo es hoy San Juan Chamula. La propia entrada al pueblo resulta extraña, ya que se hace pasando ante uno de los cementerios más sorprendentes que recuerdo: está en una parcela abierta, desprovista de césped salvo por resecos mechones de hierba aquí y allá o algún ramo de flores de plástico, y en la que una tierra marrón salpicada de modestísimas cruces de madera, pintada en tonos chillones y con los nombres de los difuntos inscritos en sus ajados brazos -no se ve una sola lápida, salvo un par de panteones de las familias más acomodadas-, parece la única barrera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Allí en medio, entre las tumbas, las ruinas ennegrecidas del templo de San Sebastián parecen el testimonio de una derrota cristiana frente a las divinidades mayas.

Las ruinas del templo de San Sebastián en medio del cementerio
Cruces de vivos colores en las tumbas

Pero si impresiona el camposanto, lo hace más aún cuando, inmediatamente a continuación, se encuentra uno en una calle flanqueada de puestos de artesanía indígena y souvenirs. El más allá y el más acá se dan la mano a través del turista. Pecata minuta en realidad. La calle desemboca en la plaza mayor, que bulle de actividad porque allí se instala la gente para vender los productos de sus huertos en un singular mercado directamente sobre el pavimento o usando viejas cajas como mesas, mientras los  mayordomos o representantes del concejo, reconocibles por estar ataviados con unas peculiares vestimentas de pieles y portar bastones de mando, conversan al aire libre en medio del recinto. 

El ostentoso baño público

Panorámica de la plaza principal con la iglesia en el centro (zoom sobre la imagen)

Allí se sitúa también la guinda del pastel, la iglesia de San Juan Bautista, el mayor ejemplo material que se puede encontrar de sincretismo religioso. Por fuera no parece nada especial: estilo colonial, pequeño tamaño, blanquísimas paredes encaladas, de una sola nave y tres munúsculas campanitas en la fachada que, cuentan, una vez  se bajaron para castigarlas por no avisar de un terremoto. Pero por dentro es otra cosa.

Ya de mano se advierte al visitante de que está prohibido hacer fotos o grabar en su interior. Nada anómalo a priori, ahora que todas los templos y catedrales parecen haber adoptado esa medida -algunas establecen un pago-, pero es que en este caso se acompaña esa medida con la advertencia de que la gente puede ponerse violenta si se vulnera; conozco algún caso que lo refrenda y además vigilan los mayoles, que no son mayores en chino sino una especie de guardias locales. Así que no abundan por ahí las imágenes del interior, aunque las que hay son realmente llamativas. Yo no tengo; prefierí no enfrentarme a Kukulkán en su terreno. O a Chul Totec, para ser exactos.

Las iglesia carece de bancos. Los fieles rezan de pie o de rodillas sobre la piedra desnuda o la hierba esparcida por el suelo, al que se adhieren con su propia cera docenas de velas multicolores que constituyen la única iluminación real, ya que la luz de las ventanas queda muy tamizada por unas carpas colgadas del techo, a  manera de improvisado baldaquino, dicen que para impedir que los pájaros manchen el lugar. El tono de cada vela tiene su función: atraer fortuna, rechazar el mal... El aroma del copal sustituye al del incienso, impregnando la estancia como en la era maya.

Los santos de madera tallada están a los lados, pegados a las paredes como si hubieran sido arrinconados. En realidad no es así porque se les ha asimilado en ese extraño mestizaje religioso, de forma que visten las ropas que llevarían los dioses indígenas y se adornan con insólitos collares, unos hechos de maíz o frutas y otros de espejos para reflejar lo malo.

Si no está presente el chamán, el rezo reviste características tan extrañas como el reprochar al santo de turno -o a Jesús mismo- no haber concedido aquello por lo que se le interpelaba. A veces incluso con insultos. Pero todo tiene solución, aquí de compromiso: se hacen las paces con unas oraciones y una ofrenda, renovando así la confianza en la ayuda del otro mundo. Dicha ofrenda puede adoptar diversas formas, como algún producto de la tierra, huevos (símbolo vital, se pasan por el cuerpo para sanar) o bebidas como el pozol (licor de maíz macerado y conservado con plátano), aunque, como indicaba al principio, Coca-Cola ha terminado por imponerse incluso en lo trascendente. Las botellas están a medio terminar, resto de lo que los devotos van consumiendo durante su particular culto, recitado a media voz con la cadencia plegaria-trago-plegaria-trago... Hasta hace muy poco también se sacrificaban animales pero parece ser que ya no. O eso dicen.

Fotos: JAF y Marta B.L.

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