Visitando el Guggenheim bilbaíno


Es difícil escribir sobre el monumento más representativo del Bilbao actual sin repetir lo que ya puede leerse en montones de sitios. Parece que hoy en día toda ciudad que se precie, al menos entre las que reciben turismo de forma más o menos importante, ha de contar con un icono turístico que la identifique fácilmente a simple golpe de vista. Algunas tienen más de uno y, de hecho, no queda claro cuál sería el principal; otras han dado en el clavo sin posible discusión. La capital vizcaína es una de ellas.

El símbolo bilbaíno es el Museo Guggenheim, por supuesto, un edificio espectacular de formas inconfundibles y que ha alcanzado más importancia por el continente que por el contenido, como prueba el hecho de que la mayoría de admiradores y curiosos se arremoline en torno a sus inmediaciones cámara en mano para fotografiar las obras de Anish Kapoor, Jeff Koons o Louise Bourgeois, pero sin decidirse a entrar; como no hay mal que por bien no venga, eso permite visitar las exposiciones sin los agobios de otros importantes museos.


Y eso que por dentro también es fascinante; el derroche de imaginación que Frank Gehry aportó al exterior, con leves reverberaciones formales a una embarcación y una inconfundible textura brillante a base de planchas de titanio que imitan las húmedas escamas de un pez, tiene su continuación interna con un atrio central (de hecho, la planta del edificio es como una flor) que, sostenido por piedra caliza, acero y cristal traslúcido, sirve para repartir la veintena de galerías por tres pisos.

Todo ello ubicado en Abandoibarra, un entorno antaño degradado, una zona portuaria donde se localizaban astilleros e industrias y que sirvió como campo de batalla entre manifestantes y policías en aquellos tensos años ochenta. En 1997, ese territorio comanche pasó de ser un paisaje gris e incómodo, teñido de óxido y contaminación -algo especialmente patente en las aguas sucias de la ría del Nervión, a las que únicamente ponían algo de color las barras rojas y blancas del Athletic cuando ganaba un título y lo celebraba a bordo de una famosa gabarra- a otro recuperado para el ciudadano, con zonas verdes, equipamientos culturales, paseos peatonales y arquitectura futurista firmada por nombres propios como Calatrava, Ishozaki, Foster, Mondeo o el propio Gehry. No crean que para satisfacción de todos; por sorprendente que parezca, y aún siendo rareza, hay quien echa de menos un "Bilbao industrial y obrero" y prefería su cara anterior.

Volviendo al Guggenheim, situado entre la ría y el Puente de La Salve por un lado, y la más elevada cota de la ciudad por el otro, suma 32.500 metros cuadrados que, a su alrededor, decoran esculturas al aire libre como el famoso can gigante Puppy (un perro verde, literalmente), la inconfundible araña bautizada como Mamá (una araña gigantes a la que el mal tiempo me permitió sacarle una foto terrorífica, como ven) o las bolas de acero inoxidable superpuestas que llevan por título El gran árbol y el ojo, por poner sólo los ejemplos más carismáticos.


Ya dentro, hay que destacar la extrañas obras creadas en exclusiva para el museo: la Instalación para Bilbao de Jenny Holzer (unos colosales diodos luminosos con palabras en múltiples idiomas), el Mural nº 831 de Sol Lewitt (una enorme sala en la que la pintura acrílica de las paredes juega con los volúmenes de la propia estancia) y, sobre todo, La materia del tiempo de Richard Serra (ocho piezas de acero patinable recuperado de las antiguas industrias locales, cada una de las cuales constituye un pequeño pero divertido laberinto). No se molesten en intentar hacerles fotos disimuladamente porque han puesto vigilantes específicos para impedirlo, en esa absurda costumbre de la mayor parte de museos y sitios de interés del mundo.


El resto está formado por la colección permanente (las obras de las sedes Guggenheim se van moviendo de una a otra en un novedoso y dinámico concepto de exhibición), donde predominan el pop y el futurismo, a la que hay que añadir las exposiciones temporales. Pese a que el arte contemporáneo no suele gustar, emocionar ni encantar como el de otros tiempos -hablo genéricamente, según suele decir la mayoría de la gente-, el hecho es que no se termina de agotar la capacidad de sorpresa del visitante ante la originalidad, imaginación, osadía, creatividad y, a veces, desfachatez de los artistas actuales. 

La tarde en el Guggenheim se me pasó volando. Claro que fuera esperaba la lluvia, tan inmisericorde y pertinaz como el indescriptible y enigmático individuo que, a la salida, se empeñaba en preguntar qué me había parecido la inexistente exhibición de una artista coreana. Y sin que nadie se lo pidiera, el tío se empeñaba en aconsejarme, con insistencia y entusiasmo dignos de mejor causa, que no debía perderme las fachadas de las aledañas calles Iparraguirre y Alameda Recalde. ¿Amabilidad extrema? ¿Un pelmazo estrambótico? ¿Efectos colaterales de la antigua contaminación de la ría?



Fotos: JAF
Foto La materia del tiempo: Museo Guggenheim

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