En busca del unicornio: Santuario de Rinocerontes de Ziwa (y II)


"Y mientras fui admirando el gran cuerpo que la bestia tenía, que era como de buey muy grande, y las patas cortas y muy recias y la cabeza enorme y pesada como de jabalí y por la parte del hocico tan grande como por la parte de los ojos. Y sobre el hocico aquel cuerno poderoso y otro cuernecillo más chico por encima dél".

 En busca del unicornio (Juan Eslava Galán)
El área de recepción del Santuario de Rinocerontes de Ziwa (Uganda) cuenta con una verde pradera abierta que utilizamos para montar las mesas y comer, para hacer la visita por la tarde. El sitio es un remanso de paz con una tienda de artesanía local que sirve para colaborar en la financiación de la reserva y donde, tras comprarle una enorme máscara tribal, el encargado se percató de mi nacionalidad y me abrumó con elogios sobre la Selección Española, que días antes había ganado el Mundial de Sudáfrica. El tipo se sabía la alineación de memoria y rebosaba ilusión por el fútbol desplegado por el equipo. Quizá por eso me hizo una notable rebaja en el precio.

Allí hay también un recinto al que se trasladan los animales encontrados heridos, a menudo en la carretera por atropello, hasta su recuperación. Tres o cuatro antílopes (uno de ellos cojo, con la pata vendada), algún conejo y varias aves ruidosas están vigiladas no por un perro, sino por un gato de largo pelaje y comportamiento más juguetón que marcial.



Tras la comida nos pusimos en marcha, repartiéndonos en varios todo-terreno que salieron en busca del unicornio, el rinoceronte, animal de apariencia terrible y primitiva pero que en realidad es muy tímido; sus impresionantes cargas sólo tienen lugar cuando cree que no le queda otra. Sí es verdad que los rinocerontes negros (en realidad grises, como los otros, pero en un tono más oscuro), más pequeños y rápidos, son menos tolerantes que los blancos por su acusado sentido de la territorialidad; y las madres no se andan con juegos si creen que peligran sus crías.

Por eso, una vez que dejamos los coches y echamos a andar por el boscoso terreno, esperando sin éxito toparnos con alguna serpiente pitón, los guías y rangers (armados con fusiles que deseaban no usar, dijeron) aprovecharon para darnos las correspondientes reglas de comportamiento: seguir siempre sus instrucciones, ir siempre detrás de ellos, usar pantalón largo y calzado cerrado (por las plantas de espinos y las serpientes), no tirar basura, mantener una distancia de seguridad de treinta metros respecto a los rinos, procurar moverse lo más silenciosamente posible (los animales son bastante miopes pero oyen muy bien) y, si finalmente hay una carga, subir a un árbol grande o protegerse tras su tronco (correr no porque los rinocerontes son más rápidos).


Finalmente, tras un cuarto de hora de avanzar entre matorrales y hierbas altas bajo el tórrido sol vespertino de Uganda. Era una pareja de rinocerontes blancos adultos, majestuosos, enormes, de unas tres toneladas cada uno, a los que acompañaba una cría. Pacían tranquilamente, ajenos a nuestra presencia, ya que nos habíamos situado contra el viento para que no les llegara nuestro olor. A medida que se movían, nosotros lo hacíamos con ellos, rotando alrededor según su posición. Pocos árboles en la cercanía parecían capaces de contener el choque de aquellas moles si decidían lanzarse contra nosotros a la velocidad máxima (cuarenta kilómetros por hora) que les permiten sus cortas pero potentes patas.

Pero en todo momento estuvieron más interesados en comer que en nosotros. Por cierto, se alimentan de hierba, frente a los rinocerontes negros, que lo hacen de arbustos; por eso tienen diferente la forma de la boca, principal método para reconocerlos. Al igual que ocurre en el encuentro con los gorilas de montaña, el tiempo corre más deprisa y cuando uno se va a dar cuenta llega la hora de irse. Nadie lo hizo sin echar una última mirada atrás para ver ese legado viviente de la Prehistoria.

Fotos: Marta B.L.

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