La Mota del Marqués


Antes de que las aerolíneas de bajo coste se difundieran por los aeropuertos españoles, antes de que la alta velocidad sustituyera las líneas ferroviarias tradicionales, un asturiano que quisiera viajar a Madrid tenía pocas opciones.

Podía usar su propio automóvil, si lo tenía, y conducir durante casi cinco horas pagando peajes y peajes o, echando más tiempo, cruzando la cordillera Cantábrica por el legendario Puerto de Pajares, que era gratis pero se tardaba más y existía el riesgo de quemar el motor (un mecánico me contó que, hace años, él lo había subido marcha atrás con su 600 porque así tenía más potencia). En realidad no sé por qué escribo en pasado cuando la mayor parte de todo esto no ha cambiado mucho (salvo que los motores actuales son mejores).

El viajero asturiano también podía subirse a un tren y aguantar el traqueteo durante horas y horas, con mil y una paradas durante el trayecto que le hacían perder una jornada entera. El Alvia ha reducido el tiempo, y más que lo hará cuando terminen definitivamente las obras del tendido del AVE, cosa que espero ver antes de morir; la contrapartida es que han puesto a un monstruo como encargado de seleccionar las películas que proyectan durante el trayecto.

Por último, quedaba la posibilidad de, cuando empezaron a hacerse vuelos a Barajas, pagar los inauditos precios de los billetes, que después bajarían aunque no mucho porque la aerolínea de turno operaba casi en régimen de monopolio (hasta cuatrocientos euros llegó a cobrar alguna vez; salía más barato volar a Nueva York). Claro que con el tiempo (o contra el tiempo), el abanico de rutas desciende en vez de aumentar, así que quizá algún día deje de haber aeropuerto en el Principado. 

En fin, que a unas cuantas generaciones de asturianos no les quedó otra que recurrir al autobús, sistema que además operaba (opera y operará) una compañía local. Como el trayecto no era precisamente corto -de hecho, sigue precisando casi cinco horas-, inevitablemente resultaba menester hacer una parada a  mitad del camino. Hace mucho que no hago ese viaje en bus, así que no sé si se ha modificado el itinerario, ya que el lugar para ese descanso fue variando a medida que se abrían nuevos tramos de autopista. 

El último que conocí fue Villardefrades, en la provincia de Valladolid. Pero antes se paraba en la Mota del Marqués, que está muy cerca. La localidad no me llamaba especialmente la atención, pues se trata de un sitio de apenas medio millar de habitantes que parece sacado de Crónicas de un pueblo, con ese típico aspecto rural castellano: paredes de adobe, iglesia con espadaña que luce el clásico nido de cigüeña encima, un aire somnoliento en el ambiente...



En cambio, siempre y siempre me fascinaron dos cosas: la tapa de callos que algún que otro pasajero pedía como refrigerio a tempranísimas horas de la mañana y la extraña construcción blanca y decrépita que despuntaba sobre una loma pelada, seguramente habiendo conocido tiempos mejores.

Con la llegada de Internet encontré información para aquel torreón cilíndrico que parecía haber ejercido un dominio sobre el entorno, no sólo porque desde allá arriba se tendrían panorámicas de toda la comarca, sino también por lo contrario: su presencia percibible desde cualquier punto como una referencia, como un vigilante de piedra, marcial y tozudo que se empeña en mantenerse erguido aún habiendo recibido heridas mortales.

Supe así que era la torre del homenaje del castillo de la orden Teutónica, que se había establecido en la zona en el siglo XIII gracias a la intercesión de la esposa del rey Fernando III el Santo, Beatriz de Suabia, que era germana. La villa no obtuvo su denominación actual hasta unos siglos más tarde, cuando pasó a manos del marqués de Ulloa. Luego se incorporaría a la Casa de Alba.

El castillo teutónico era más grande, claro, pero la artillería napoleónica lo demolió durante la retirada francesa en la última fase de la Guerra de la Independencia, poco después de la derrota gala en los Arapiles, ante la imposibilidad de hacer salir a un grupo de guerrilleros españoles que se había parapetado tras sus muros.

En 1949 fue declarado Bien de Interés Cultural, lo que en España viene a equivaler a ser un montón de piedras olvidadas o ignoradas por las autoridades. Consecuentemente, hace cuatro años faltó un pelo para que se desmoronase, perdiéndose para siempre lo poco que queda. Se acometieron unas obras de apuntalamiento y parece haber superado el peligro. O sea, ya pueden pasar de él otro puñado de décadas, a ver si a la próxima va la vencida.

Fotos: Ayuntamiento de Mota del Marqués

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