La calle Susona de Sevilla


Durante la visita turística a una ciudad, lo típico es entrar en todos aquellos lugares de mayor atractivo, ésos que siempre vienen en las guías y suelen consistir en museos, iglesias, palacios y parques. Pero cuando el sitio elegido para las vacaciones es Sevilla, el plan debería tener horizontes más amplios e incluir el mero disfrute del paseo por sus calles. Y si casi todo el casco urbano de la capital andaluza es digno de recorrerse, más aún el barrio de Santa Cruz, con su laberinto de callejuelas, de paredes blancas con hornacinas para vírgenes, de faroles de retorcido hierro forjado, de tabernas con aroma a manzanilla, de pavimento puesto al servicio del peatón.

No voy a reseñar aquí todo lo que se puede encontrar en esa zona, pero sí llamar la atención sobre un detalle que quizá a muchos les pueda pasar desapercibido. Porque un paseo por Sevilla implica ir con los cinco sentidos alerta, para no perder detalle.

Al pasar ante el número diez de la calle Susona, entre la plaza de Doña Elvira y la calle Pimienta, se puede ver a ambos lados del portal sendos azulejos decorados con motivos muy peculiares. Uno tiene pintada una calavera mientras que el otro está ilustrado con una breve leyenda explicativa:



Quizá a priori no resulte tan raro en una ciudad donde es especialmente rico el legado artístico barroco, tan macabro temáticamente; baste recordar los dos cuadros de Valdés Leal que se pueden ver allí cerca, en el Hospital de la Caridad, y de los que ya hablé hace tiempo en el artículo Vanitas vanitatis. Pero es que, volviendo al portal número diez,  durante un tiempo ese rincón se llamó Calle de la Muerte y el cráneo que en ella se ubicaba no era pintado sino real. El de la Susona de marras, evidentemente.

En realidad su nombre verdadero fue Susana Ben Susón, una joven judía a la que le tocó ser protagonista de una trágica historia, que ahora viene bien recordar, al albur de la nueva ley para conceder la nacionalidad española a los sefarditas. Para ello hay que remontarse a 1480, cuando los Reyes Católicos ya se habían adueñado de la ciudad. La familia Ben Susón era conversa, es decir, había renunciado a la fe hebrea para abrazar el cristianismo; pero, como la mayoría de la población judía sevillana, sólo lo había hecho oficialmente, pues en su vida privada seguían practicando sus ritos.

El antisemitismo popular -generalizado en Europa- y la falsa conversión, unidos a la necesidad de culminar la unión territorial y política con la religiosa que llevaban a cabo para afianzar el poder real frente al de la Iglesia, llevó a los monarcas a autorizar la instauración de la Inquisición, la Suprema, como la llamaban entonces. Ese deseo de quitarse de encima a las autoridades eclesiásticas hizo que los reyes dotaran al nuevo tribunal religioso de una independencia casi total, de manera que no tenía que rendir cuentas ante obispos, cardenales ni autoridades civiles; sólo estaba supeditado a la Corona.


Los inquisidores se encontraron con un poder sin límites, lanzándose a la caza de falsos conversos. Esos primeros años fueron los más duros y los afectados vieron cómo, pese a estar bajo la protección de los reyes, habían pasado de sufrir  asaltos y matanzas en la judería (en 1391 y 1478) a ser perseguidos legalmente. Por eso algunos, hartos, decidieron organizar un plan de desórdenes públicos que incitara a un levantamiento, a liberar a los presos y a abrir de nuevo la puerta a los musulmanes. Diego Susón, padre de Susana, era el cabecilla y adelantó dinero para comprar armas, poniéndose de acuerdo además con los judíos de Carmona y Utrera.

Pero como se reunían en su propia casa, su hija les oyó conspirar una noche, cuando esperaba que sus progenitores estuvieran dormidos. Era el momento en que aprovechaba para salir de casa, ya que Susana tenía una relación sentimental con un joven caballero de la nobleza sevillana que, deslumbrado por su belleza, aspiraba a casarse con ella e introducirla en la corte. Sólo que era cristiano y, por tanto, figuraba en la lista de primeras víctimas de los sublevados, así que ella corrió a advertirle. Seguramente no imaginaba que él, a su vez, acudiría a don Diego de Merlo, asistente mayor de la ciudad, quien reunió a sus alguaciles y procedió a arrestar a todos los implicados en la trama.

La mayoría fueron encerrados en la cárcel de la calle Sierpes (de la que también hablé en otro artículo), para luego terminar procesados y ahorcados en el patíbulo de Tablada. Eran una veintena, muchos de ellos personalidades importantes en virtud de sus cargos (el mayordomo de la Catedral, el alcalde de Justicia, varios escribanos y banqueros) o de su riqueza. Se dice que Diego Susón no perdió la compostura y que, caminando hacia el cadalso, tropezaba continuamente con la sobra de la soga de esparto que le ataba las manos, por lo que preguntó a los guardias sarcásticamente si le podían quitar la rica tira de seda bordada que le habían puesto.

Susana, arrepentida y en tensión interior por haber denunciado a su padre, pero también porque lo hizo para salvar a su amante, terminó ingresando en un convento por recomendación del obispo y en el cenobio pasó varios años. En fin, a partir de ahí la historia se oscurece. Unos dicen que Susana se fue con el prelado y tuvieron dos hijos, aunque finalmente terminó en la pobreza, liada con un comerciante de especias. Otros, que regresó a casa, donde llevó una vida cristiana ejemplar.

El caso es que, a su muerte, dejó en el testamento la orden de que su cabeza fuera clavada en el dintel y permaneciera allí para siempre, de modo que todos recordasen su triste vivencia. Así se hizo: podrida y secada por el tórrido sol andaluz, al final quedó sólo la calavera, que se pudo contemplar hasta bien entrado el siglo XVII. Luego fue retirada y sustituida por un candil.

En el siglo XIX la calle de la Muerte fue rebautizada como calle Susona e instalados los azulejos que recordaban la historia. Lástima que pasen tan desapercibidos para la mayoría de la gente.

Foto cabecera: Galván en Sevillapedia

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