Bichos


Retomemos el tema de los asquerosos mosquitos, ese tipo de nativos que uno no desearía conocer cuando se va de viaje pero que precisamente abundan en los sitios preferidos por los humanos para sus vacaciones, salvo que éstos prefieran lugares excesivamente fríos o demasiado cálidos y secos.

En ninguno de ambos casos se encuentra el África negra, un hábitat propicio para ellos; por eso los hoteles suelen poner un bote de insecticida en las habitaciones como si de una amenitie más se tratara: champú, jabón, gorro de baño y spray insecticida.  El caso es que entre eso y la mosquitera de la cama se puede evitar cualquier problema... siempre que uno se acuerde de revisar dicha mosquitera antes de acostarse, claro, no vaya a ser que ya haya un inquilino dentro antes de desplegarla.

Lo de hacer un safari por la habitación nada más llegar siempre es recomendable o te puedes encontrar sorpresas desagradables: por ejemplo, en un lodge del parque de Tortuguero (Costa Rica) me encontré una araña en el techo del tamaño de una mano a la que tuve que invitar amablemente a abandonar la habitación. Y en un hotel de Oaxaca (Méjico) me dio la bienvenida un escorpión; pequeño pero escorpión. En Bocas del Toro (Panamá) una comunidad de de insectos de todo tipo había elegido como refugio el aparato de aire acondicionado y al ponerlo en marcha... En fin, esta última batallita ya la conté en otro post.



A veces, sin embargo, no puedes hacer nada más que esperar a que pase la tormenta. Y tengo dos experiencias  similares y diferentes al mismo tiempo. La primera, también en el parque de Tortuguero: después de una noche de fuerte tormenta tropical, el hotel amaneció cubierto por una extraña película negra que cubría suelos y tejados. Al salir de la habitación los crujidos al pisar nos dieron la solución: todo estaba tapizado con miles, millones de escarabajos.

Una nube de ellos había llegado por el aire, impulsada por el viento, y eligió nuestro lodge para hospedarse. No necesitaban habitación, claro: simplemente cayeron por todas partes y murieron poco después, aunque alguno especialmente resistente tuvo fuerzas para enredarse en el pelo de Marta y hacer que sus gritos se oyeran desde el otro lado de Atlántico. Y eso que sólo era un pobre y pequeño coleóptero: imaginen que todos los ejemplares hubieran sido como el de la foto de cabecera, que también los había por la zona alimentándose de caña de azúcar.

La otra ocasión en que me tocó nube de insectos fue en Uganda, una mañana en que nos disponíamos a desayunar a media luz, con el sol aún desperezándose y una espléndida luna llena insistiendo en trasnochar. Con los lejanos rugidos de un león como despertador, en lugar del canto del gallo, salimos de la tienda -habíamos acampado junto al Canal de Kazinga- y la mesa estaba ya dispuesta con el café, el zumo y otras delicias. 


De entre éstas no formaban parte, o eso hubiéramos querido, millones de unos curiosos mosquitos blancos que decidieron sumarse a la fiesta sin invitación. Eran tantos que cubrían todas las superficies visibles, como la nieve: las tazas de café se llenaban de ellos flotando a manera de cereales vivientes sin que sirviera vaciarlas porque al instante estaban igual. Los platos rebosaban, al igual que las bandejas, la mesa y, en suma, todo el aire que intentabas respirar.

De hecho, tampoco podías abrir la boca o el tentempié pasaba a ser a base de mosquitos vivos. Nos tapamos hasta los ojos -sí, también se metían por ahí- con solapas subidas sobre el cuello y las capuchas de las sudaderas, pero al final hubo que tirar la toalla y largarse sin desayunar... salvo los que se tragaron involuntariamente un buen puñado de bichos o los que tenían demasiada hambre -o pocos escrúpulos- . Moraleja: si pernoctas junto a un río levanta el campamento antes del desayuno o retrasa éste para un poco después.

Fotos: Marta BL

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