La tumba del Cid

En plena Edad Media, cuando España no era España aún sino un territorio en litigio entre la cruz y la media luna, una amalgama de reinos cristianos y taifas musulmanes que si hoy eran enemigos mañana podían ser aliados, hubo un nombre que descolló por encima del resto: Rodrigo Díaz de Vivar, alias el Cid Campeador.

Mitad personaje histórico, mitad héroe épico ensalzado por una de las obras más bellas de nuestra literatura, y con el aderezo definitivo aportado por el cine en la imponente figura de Charlton Heston gracias a la mejor película que Samuel Bronston produjo en España, el Cid es hoy una figura medio olvidada -le echaron más cerrojos a su sepulcro de los que metafóricamente proponía Joaquín Costa-, salvo quizá en Burgos, donde ayer se celebró el Fin de Semana Cidiano y donde cualquiera que visite la Catedral podrá contemplar su tumba en el crucero, al lado de la de su esposa, doña Jimena.

Este templo ya es un auténtico espectáculo por sí mismo (de hecho es la única catedral española catalogada como Patrimonio de la Humanidad sin estar ligada al resto del casco urbano): una versión castellana del gótico francés -con los inevitables añadidos posteriores renacentistas y barrocos- que si por fuera es imponente, con esas torres, agujas, rosetones y portadas talladas, por dentro resulta aún más gracias a multitud de detalles como los profusos relieves de la girola, las capillas decoradas por maestros como Gil de Siloé o el magnífico cimborrio, bajo el que se localiza la espléndida Escalera Dorada y, al lado, los citados sepulcros. 

Sin embargo, el Cid y su mujer no siempre yacieron ahí. Sus restos hubieron de sufrir profanaciones como la perpetrada en 1808 por el general napoleónico Thiébault, que los colocó bajo su cama en un macabro y esperpéntico alarde de venganza contra la guerrilla. Afortunadamente fue reconvenido por el propio Emperador y los inhumó decentemente en un mausoleo junto al río. Entonces se reanudó el rosario de traslados que se había iniciado siglos atrás, en el siglo XII, cuando Valencia cayó de nuevo en manos musulmanas y se pasó el cadáver de su catedral al monasterio de San Pedro de Cardeña, el mismo que había albergado a su familia durante el destierro.


Pero este cenobio se cerró en 1846 por la desamortización, así que, una vez más, el cadáver del Cid seguía cabalgando de un sitio a otro después de muerto, tal cual contaba la leyenda sobre su última victoria en batalla (lamentablemente sólo es eso, leyenda). Tras una estancia en la Casa Consistorial burgalesa, su entierro definitivo en la catedral junto a Jimena tuvo lugar en 1921. Eso sí, el Ayuntamiento conserva un hueso de su brazo porque Francia, que se lo había llevado como souvenir, no lo devolvió hasta 1930. Es más, se supone que media Europa tiene huesos desperdigados del personaje.

La tumba, rodeada de un cordón, tiene una losa de granito rojo con un epitafio que se le encargó a Menéndez Pidal. Dice así: A todos alcanza honra por el que en buena hora nació. Claramente inspirado en los versos del famoso Cantar, donde se habla del Cid como del "que en buena hora ciñó espada"

A propósito, tras la visita a la catedral no pude resistirme a visitar la tienda-armería que hay enfrente y comprar una réplica de la Colada una de las dos espadas que el Cantar atribuye a su protagonista (la otra es la Tizón, nombre que después derivó en Tizona). Ambas se conservan, aunque ninguna es auténtica, pues la Colada es del siglo XIII con guarnición del XIV y la otra... Ah, la otra es objeto de discusión porque tras ser absurdamente despreciada por el Ministerio de Cultura y comprada por la junta de Castilla y León a precio exorbitante (¡1,6 millones de euros!), un estudio de la Universidad Complutense concluyó que la hoja sí era de época (siglo XI), frente a la opinión de otros expertos que la consideran tres siglos posterior.


Quien quiera puede verlas, la primera en la Real Armería y la segunda en el Museo de Burgos. En cualquier caso a mí me apetecía tener la Colada -cuyas guardas son más bonitas- colgada de la pared de mi casa. Qué diablos, nunca se sabe y la tradición cuenta que sólo con esgrimirla ante el enemigo bastaba para poner a éste en fuga.

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