El monte Testaccio


El carro pasa bajo la puerta que atravesaba la muralla y entra en el casco urbano de Roma. El camino por la Vía Ostiense que, como se deduce de su nombre, unía la capital del imperio con el puerto de Ostia, a donde arribaban las corbitas y otras naves onerarie de todas las provincias con sus cargamentos de productos para satisfacer la demanda de los dueños del mundo, había llevado su tiempo. Pero ni Lucio, el transportista, ni su viejo burro tienen prisa, especialmente en una época donde no existen los relojes y el concepto de horario es muy diferente al actual. 

Además, la mercancía que lleva es lo suficientemente frágil como para no arriesgarse. Aunque la veintena de ánforas vayan bien protegidas por el acolchado natural que supone la paja entre cada una, Lucio no puede jugársela porque necesita los pocos denarios que suponen su venta; al fin y al cabo, patricios que puedan vivir de las rentas hay pocos y él no pertenece precisamente a esa casta de privilegiados.

Avanzando lentamente por el caos de callejuelas abarrotadas de peatones que jalonan el Aventino, mercaderes, jugadores, damas nobles en palanquines y algún que otro edil, el carro se detiene ante un almacén donde los operarios se afanan en vaciar el contenido de las ánforas que traen los transportistas en pequeñas botellas. Es el cotizado aceite que llega de la Galia, la Tripolitania y, sobre todo, de la Bética hispana, que no puede conservarse en sus recipientes de transporte porque se estropearía.

El encargado salda su cuenta con Lucio y, una vez vaciadas, le devuelve las ánforas. Ya no servirán para más viajes porque llevan inscritos los datos de éste: por un lado, el sello inciso ante cocturam (antes de la cocción) con las iniciales del alfarero, el grafito con el nombre del horno y las siglas numéricas que indican el lote e incluso la fecha de fabricación; por otro, las tituli picti sobre el cuerpo de la vasija, epígrafes con el peso, nombre del comerciante y, bajo las asas, el año, lugar e identificación del controlador fiscal. 

De todas formas tampoco compensaría tener que lavarlas y devolverlas al puerto. Así que Lucio las vuelve a cargar en su carro y de nuevo toma la dirección a la puerta de la muralla pero, en esta ocasión, no la atraviesa sino que pasa de largo, dejándola a su izquierda junto a la pirámide de Cayo Cestio, y continúa unos minutos más hasta llegar ante una curiosa colina.


Se trata del monte Testaccio, una elevación que no es natural sino fruto de la acumulación de millones de ánforas desechadas desde tiempos de Augusto y que en el siglo III d. C llegará a alcanzar los 50 metros de altura por casi 1.500 de perímetro. Son 22.000 metros cuadrados de envases de cerámica reducidos a testae o pedazos que no se arrojan sin ton ni son sino que se colocan ordenadamente con filas intercaladas y escalonadas de ánforas enteras, rellenas de trozos pequeños para dar estabilidad. Muros de contención sirven para evitar que toda la colina se desmorone y la cal que se esparce por encima aplaca los malos olores.


Lo que nunca imaginaron Lucio y sus contemporáneos es que el monte Testaccio perduraría dos milenios y hoy, recubierto de hierba y algún que otro árbol, no sólo se convertiría en una valiosísima fuente de estudio de las rutas comerciales para los arqueólogos sino que sería acondicionado para la visita de los turistas más curiosos. Entre ellos, un servidor, en el último viaje a Italia.

 Fotos Testaccio: JAF.

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