Armas de destrucción masiva

Concha de tortuga... pero de madera
El pasado fin de semana la revista dominical de un periódico -el Magazine de El Mundo- publicaba un divertido artículo sobre los despropósitos sufridos por los viajeros en los aeropuertos del planeta. Hay que leerlo para creerlo porque algunos casos son realmente surrealistas. El mejor, sin duda, es el que cuenta Javier Reverte, ya narrado en su libro El sueño de África: tras ocho horas de retraso embarcó en Kampala (Uganda) en un vuelo con destino a Arusha (Tanzania) y le llevaron... quince horas más tarde, porque la mayoría de los pasajeros querían ir a Burundi y, le explicó la azafata, "Air Tanzania está siempre al servicio de sus clientes". No me extraña que a esa compañía la llamen jocosamente Air MayBe.

Pero los que me interesa resaltar aquí son los incidentes provocados por objetos llevados en el equipaje. Hay para todos los gustos y el ser famoso no sirve de eximente para los concienzudos funcionarios y guardias de seguridad: a Sergio Sauca, presentador de deportes del Telediario, querían requisarle un mechero que podía utilizar como lanzallamas; a Rosa María Calaf, la reportera de TVE, le deshicieron las plataformas de esparto de sus alpargatas por si llevaba algo escondido dentro; a la política Pilar Rahola le dijeron que los tres patitos de ónice que llevaba como recuerdo de Perú eran potenciales "armas arrojadizas"; y los fotógrafos y reporteros descubren de cuando en cuando que su equipo, especialmente los flashes, se parecen a bombas y tienen que dejarlos en la cabina, vigilados por los pilotos (!).

En fin, yo también puedo aportar mi granito de arena a esta antología del disparate. Ocurrió en el aeropuerto de Bruselas, al regreso de un vuelo desde Nairobi. Al pasar el escáner una guardia de seguridad que medía medio metro descubrió algo sospechoso en mi mochila de mano y me ordenó abrirla: era un curioso amuleto tribal (foto superior) que había comprado en el Santuario de Rinocerontes de Ziwa, en Uganda. Está compuesto por dos pequeñas máscaras de madera pegadas entre sí formando una especie de huevo grande. Nada más. Ni siquiera lleva relleno. Pero la aguda vigilante belga se empeñó en decir que eran conchas de tortuga, lo que demostraba que no había visto una tortuga en su vida y menos aún la había tocado; en fin, eso tiene disculpa pero seguro que madera sí habría tenido en la mano alguna vez. El caso es que venga a discutir -suerte que Marta habla francés porque yo no entendía una palabra- y terminó por llamar a su jefe, que sí parecía distinguir y nos dio el visto bueno.
Colmillo del pitufo elefante, según seguridad
Pero aquel malencarado tapón de uniforme no se resignaba a perder la partida y entonces, con sonrisa triunfal, la tomó con un colgante que cometí el error de no llevar al cuello, afirmando que era marfil de elefante, cuyo tráfico está prohibido. Le explicamos en todos los idiomas que manejábamos -español, inglés, francés, latín- que en Liliput no había elefantes y que no se trataba de eso sino de un colmillo de león comprado legalmente a los masai en el Cráter del Ngorongoro. Pero ella, inasequible al desaliento, no daba su brazo a torcer sin importarle que estuviéramos a punto de perder el enlace a Madrid.

Defcon 5: Arma de destrucción masiva al cuello
Y de nuevo tuvo que aparecer sus superior. Que, de nuevo, nos permitía pasar. Y de nuevo la rijosa se sacó una pega de la manga: el colmillo podía usarse como arma blanca. En una película de Blake Edwards me hubiera tirado inmediatamente a su cuello porque el diente tiene el tamaño de un meñique y si alguien puede secuestrar un avión con eso no habría que detenerlo sino darle una medalla. A este ritmo acabarán vetando los tacones de aguja o las dentaduras postizas.

Finalmente, el jefe, que debía estar harto de acudir, impuso su autoridad -o la lógica- y llegamos por los pelos a embarcar. Al menos nos ahorramos la espera, así que todavía tendría que darle las gracias a la funcionaria y su celo profesional.

Fotos: Marta B. L.

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