El horror, el horror...


La Historia se repite una vez y otra sin que sirvan para nada ejemplos anteriores. Hace unos días se volvía a denunciar un genocidio y, aunque al final parece que no lo fue, podía haberlo sido mientras la comunidad internacional se comportaba como siempre: mirando para otro lado. Recabando informes independientes, como dijo la ministra señorita.

Este verano visité el Memorial por las Víctimas del Genocidio de 1994 de Kigali, capital de Ruanda. Está levantado junto a las fosas comunes encontradas en una de esas mil colinas que apodan al país. A algunos turistas les impresionan las docenas de cráneos perforados por balas o machetes que se exhiben en cristaleras mientras a otros les emocionan los centenares de fotos de los difuntos donadas por sus familiares; hay quien se espanta con los vídeos sacados de telediarios mostrando a algún bestia en plena faena de matar al vecino o bien  con las mutilaciones a que se sometió a los tutsis, obligándoles a elegir qué mano o brazo les cortarían antes de matarlos; habrá quien se horrorice al contemplar la exposición de un genuino masu (estaca con clavos) utilizado en un asesinato y puede que a alguno incluso le dé taquicardia con las inspecciones a que se somete a todo el mundo al entrar, mucho más exhaustivas que las de los aeropuertos. Pero a mí me asombró más lo referente al mundo occidental. Por un lado  su pasotismo ante la masacre; por otro la mencionada Historia. 

Marta ante una de las fosas comunes.
En ellas yacen 250.000 cadáveres.
Se hace difícil encontrar en sus anales un pasado más infame y torpe que el de la Bélgica colonial porque hasta cuando rectificaba era para empeorar las cosas. Pese a las barrabasadas del rey Leopoldo en el vecino Congo (Vargas Llosa acaba de publicar un libro sobre el tema) los belgas recibieron el territorio de la actual Ruanda para administrarlo en sustitución de los alemanes, que lo perdieron tras la Primera Guerra Mundial. Los germanos habían llevado a cabo una explotación implacable y Bruselas no cambió sustancialmente las cosas pero aportó lo que sería el origen del caos décadas después: la estructuración de la sociedad ruandesa en dos grupos o etnias, tutsis y hutus.

Para ello recurrió a las teorías biométricas de la época, en realidad carentes de la más mínima base científica, y sus médicos se pusieron a medir el cuerpo y la pigmentación de la gente para adscribirlos a una etnia u otra, lo que además debía figurar en su documento de identidad. Se suponía que los tutsis procedían del norte y sus rasgos estilizados, de nariz pequeña, labios finos y color de piel más claro, les acercaban más al blanco y, por tanto estaban más evolucionados y eran superiores, como demostraba que los mwamis (reyes o jefes de clan) fueran tutsis. Los hutus, en cambio, habían llegado del sur, tenían rasgos más toscos, labios y nariz gruesa, menor estatura y piel muy oscura. En caso de duda, los belgas aplicaban ciencia pura: un tutsi que tuviera menos de diez vacas pasaba a ser hutu. A los twa (pigmeos), que eran los genuinos nativos de la zona, no les dedicaron la más mínima atención.

Con semejante planteamiento a los tutsis se les reservó el mejor papel social: estudiaban, formaban el funcionariado administrativo y, en general, tenían un mejor nivel de vida. Los hutus tuvieron que conformarse con ser la mano de obra, sin derecho a la educación y sumidos en la pobreza, pese a constituir el 85% de la población. Lo peor fue que unos y otros se creyeron ese rol. Los tutsis se consideraron a sí mismos refinados, aristocráticos, sobrios en el comer -son muy delgados-, con gusto especial por la leche, hablando en voz baja y caminando despacio. Frente a ellos, los hutus asumieron que eran brutos y feos, empezando a incubar un resentimiento que explotó en 1959 con las primera masacre de tutsis. 

Y al año siguiente Bélgica aporta de nuevo una metedura de pata. Para enmendar el desaguisado anterior y, quizá, acallar su mala conciencia, apoya un golpe de estado hutu que invierte las estructuras del poder en el recién independizado país. Se abolió la monarquía en favor de una república y, desde entonces, los tutsis empiezaron a ser marginados, postergados y perseguidos, produciéndose sucesivas matanzas en 1961, 1963, 1964 y 1973 que obligaron a marchar al exilio a miles de ellos. Lo peor es que con el tiempo la cosa se volvió más radical y al llegar los años noventa, bajo la presidencia de Juvenal Habyarimana, el autodenominado Poder Hutu preparaba y fomentaba la limpieza étnica, haciendo listas de tutsis y adiestrando una milicia extremista llamada Interahamwe cuyo cometido habría de ser llevar a la práctica el exterminio de lo que llamaban inyenzi (cucarachas). Ni siquiera disimulaban: interahamwe significa "los que atacan juntos" y la Radio de las Mil Colinas, con sede frente al palacio presidencial alentaba a empezar la matanza.

(Continuará)

Fotos:
Memorial de las víctimas del Genocidio en Kigali, por Marta B.L.
Fosas comunes, por JAF

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