El drago de Icod

 

Había estado ya dos veces en Tenerife y a la tercera fue la vencida. Si en las anteriores no pude acercarme al norte de la isla por imprevistos varios, este verano me prometí que no se me escaparía, aunque fuera en una visita somera. No resultó fácil porque la recalcitrante pandemia tuvo entre sus inusitados efectos secundarios el reducir el parque móvil disponible para alquiler y, dado que el plan fue más bien improvisado, me costó encontrar un automóvil que no se encuadrase en la gama alta (para la que siempre hay disponibilidad, salvo que uno no disponga de una chequera ilimitada, como es mi caso). Finalmente, el dueño de una agencia lo arregló, de forma tan meritoria como osada, cediéndome su propio coche.  

Gracias a ese buen samaritano, por fin tuve ocasión de disfrutar de serpenteantes carreteras al borde de acantilados, sinuosas curvas generadoras de implacables náuseas y rampas de acentuado desnivel que erosionaban el cambio de marchas mientras ascendía los barrancos que forman ese insólito núcleo insular que contituye el Teide. Pero no voy a hablar aquí del volcán, al que ya dediqué unas líneas en su momento, sino del otro gran icono natural tinerfeño, más modesto en medidas y edad a pesar de que en su segmento también descuella: el drago milenario de Icod de los Vinos. 

Los cinco archipiélagos que forman la Macaronesia: Azores, Canarias, Cabo Verde, Madeira e Islas Salvajes (Osado en Wikimedia Commons)

 

Drago (Draena draco) es el nombre de una planta típica de la Macaronesia (también del norte de Marruecos), por ello designada símbolo de Tenerife. No en vano, los guanches lo tenían por mágico, al igual que los romanos, consideración que se extendió a la Edad Media. No era por su peculiar aspecto, que se diría salido de la imaginación de un diseñador de producción cinematográfico, sino por su savia, de la que se hacía un aprovechamiento multidiciplinar, empleándose lo mismo en tintes que como barniz para violines o fármaco coagulante. 

De forma popular esa resina se denominaba sangre de dragón, ya que se vuelve roja al contacto con el aire y por eso antaño surgió la idea de que procedía de las heridas que se causaban elefantes y dragones al pelear. Leonardo da Vinci explica en uno de sus relatos -sí, también escribía- que los segundos atacaban a los paquidermos echándose bajo su vientre y envolviéndoles el cuerpo con las alas mientras les inmovilizaban las patas con la cola, manteniéndose lejos de los peligrosos colmillos, y degollándolos a mordiscos; aunque luego, añade, los elefantes se vengaban de sus asesinos al morir, desplomándose sobre ellos y aplastándolos.

Boceto de un dragón con sus crías, por Leonardo da Vinci

 

La hemoglobinacea sustancia no procede únicamente del drago sino también de otras especies, algunas de origen tan lejano como Perú o Somalia. Sin embargo, ninguna de ellas complementa esa versátil utilidad con la extraña apariencia que sí presenta el drago, con el ancho tronco nervudo y arrugado que originó una oscura leyenda: la del marino que, habiendo desembarcado cerca de Icod en busca de la apreciada sangre de dragón para satisfacer la demanda del producto en Europa, sorprendió a unas guanches bañándose en la playa y, tomándolas por las Hespérides, persiguió a una de ellas por la espesura hasta que la encontró refugiada entre las ensortijadas ramas de un árbol extraño y amenazador; el intruso disparó su ballesta contra el tronco y brotó sangre de la herida, lo que le  llenó de temor y le hizo huir, salvando a la doncella.

Aclaro, para quien no se maneje bien con la mitología clásica, que las Hespérides eran las ninfas encargadas de custodiar el huerto de la diosa Hera, un jardín situado en el extremo occidental de aquel viejo mundo que, en la Antigüedad, acababa en el Atlántico. Los griegos especulaban con misteriosas tierras allende las Columnas de Hércules, hablando de las Islas Bienaventuradas -Homero, Píndaro y Hesíodo las mencionan-, sobre las que más tarde insistieron autores romanos como Plinio el Viejo o Plutarco, haciendo fantasear a Sertorio con su conquista; Ptolomeo incluso las situó más o menos donde ahora está el archipiélago canario, al menos Gran Canaria y Tenerife, que por algo forman parte de las que se apodan Islas Afortunadas. Casi parece lógico que se identificase el drago con un árbol del jardín de las Hespérides.

El Jardín de las Hespérides, por Edward Burne-Jones (Wikimedia Commons)

 

Lo cierto es que, para ser exactos, Dracaena draco es una planta arbórea y leñosa pero no un árbol en sentido estricto, ya que su tronco no se renueva ni genera anillos de crecimiento (de ahí la dificultad para calcularle la edad con exactitud; suele hacerse por períodos florales, asignándose a cada uno una media de quince años), aunque no me voy a poner puntilloso con la texonomía al denominarlo en estas líneas. Si bien no faltan ejemplares llamativos en sitios como La Laguna, Los Realejos o Tacoronte (Tenerife), La Palma o Cabo Verde, por ejemplo, el drago modelo por excelencia es el de Icod de los Vinos. 

La edad es un rango y se trata del más viejo que aún vive (el grancanario de Las Maleguinas era mayor, con veintinueve período florales, pero murió en 2014); no en vano es calificado de milenario, aunque en realidad probablemente no superará los quinientos años (lleva veinticuatro períodos florales). El de Gáldar (Gran Canaria), algo más joven, fue plantado en 1718 y resulta asimismo imponente, con la particularidad de que, al estar encajonado en un estrecho patio, proyecta sus ramas hacia arriba, como intentando escapar y buscar su imposible libertad por encima de los muros. 

El drago de Gáldar (Josefa Molina en Wikimedia Commons)

 

El icodense, en cambio, se asienta solo y libre en la terraza de un parque de tres hectáreas creado en 1996 precisamente para protegerlo; al fin y al cabo, tiene la categoría de Monumento Nacional desde 1917. También la localidad puede presumir de ser Bien de Interés Cultural, por su importancia histórica y el patrimonio monumental que atesora. Pero como yo viajaba justo de tiempo -siempre se viaja justo de tiempo- y aún debía acercarme a Acentejo, La Laguna y Santa Cruz, tuve que tomar la siempre frustrante decisión de prescindir de otros rincones para centrarme en el drago. 

Eso sí, al aparcar frente a la aledaña plaza Andrés de Lorenzo Cáceres, tuve ocasión de contemplar el tronco inmenso del otro gran árbol que hay a la entrada, así como del sobrio exterior de la iglesia parroquial de San Marcos Evangelista, que es del siglo XVI y dentro se custodia un Señor Difunto hecho de pasta de maíz por indios del Yucatán. También aproveché para comer en la terraza del kiosko modernista, adaptado para uso hostelero, bajo la atenta mirada del busto de José Antonio Páez, héroe de la independencia de Venezuela y cuyos antepasados procedían de Icod. 

La iglesia de San Marcos Evangelista
 

El cielo encapotado terminó por romper en una intempestiva llovizna que hizo refrescar algo el ambiente, lo que es de agradecer cuando se ha de realizar un recorrido a pleno sol; ventajas del norte insular, aireado por los vientos alisios y una corriente costera que lleva el nombre del archipiélago. Lo echaría de menos al día siguiente, cuando me tocó sufrir bajo el sol en Güímar.

Dentro ya del parque, el drago se alza junto a una espigada palmera, formando una divertida versión vegetal del Gordo y el Flaco. De la segunda no tengo medidas, pero de Hardy sí: dieciséis metros de altura por un perímetro de veinte en el tronco, en cuyo interior se ha colocado un ventilador para evitar la aparición de hongos. Ejerce además de custodio de múltiples retoños, plantados a sus pies en lo que se denomina, muy expresivamente, Guardería de dragos

La placa en memoria de los "caídos por dios y por España"
 

Siguiendo un sendero que pasa a su lado -y bajo una placa en memoria de José Antonio Primo de Rivera que, sospecho, tiene los días contados- se llega al Barranco de Caforiño, antaño caudaloso y hoy un cauce seco festoneado por un palmeral, cactus de formas retorcidas y otras especies que suelen tapizar los grises suelos canarios. Un puente que lo cruza lleva hasta un pequeño merendero a base de típicas mesas de madera, protegidas del sol por la frondosidad del entorno; está habilitado en un repecho temático dedicado a antigios oficios artesanos: un antiguo lagar y una carbonera vegetal. 

El lagar y la carbonera

 

Cuatro pasos más y se puede acceder a una gruta de origen volcánico, en cuyo interior se ha recreado un enterramiento guanche con su momia y todo; no es la famosa Cueva del Viento, pues ésta, el tubo volcánico más grande de la Unión Europea y uno de los mayores del mundo (diecisiete kilómetros de longitud vertebrados por túneles, pasadizos, fósiles prehistóricos y, sí, tumbas aborígenes), se encuentra en otra parte de Icod.

Recreación de un enterramiento guanche en una gruta volcánica

 

Ese modesto pero vistoso santuario natural, que ha alejado la principal amenaza que se cernía sobre él, la carretera que lo bordeaba, y el hecho de que, sorprendentemente, no reciba masas de turistas para verlo, parecen garantizar que al drago de Icod todavía le quedan muchos años -quizá siglos- por delante. Me ilusiona pensar que mis tataranietos puedan verlo algún día allí plantado, desafiando el paso del tiempo.

Fotos: JAF

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