La extraña playa de Cofete (I): viento y arena
Es curioso que para caminar por una de las playas más raras que he visto en mi vida no haya necesitado viajar a países lejanos ni navegar por mares exóticos ni penar horas interminables encajonado en el asiento de un avión. Me bastó ir a un rincón de España -extremo para un asturiano, eso sí- haciendo poco más de millar y medio de kilómetros, que en tiempo de aviación son dos horas y media. Ahí al lado, como quien dice. En concreto, a la isla canaria de Fuerteventura, en cuyo extremo meridional se ubica el sitio al que me refiero: la playa de Cofete.
El simple hecho de acceder a ella tiene miga. Al estar en la península de Jandía, una antigua isla volcánica resultante del colapso de una caldera hoy sumergida, que ahora se extiende unos doscientos kilómetros cuadrados y se une al resto de Fuerteventura mediante un istmo arenoso denominado La Pared, se hace necesario atravesar la sierra que la vertebra. En ésta se alza el pico de la Zarza, techo insular con sus ochocientos siete metros de altitud, que es cierto que no impresionan demasiado pero que está rodeado de otras montañas formando una barrera natural que obliga al turista a ascender primero y descender después una serpenteante carretera.
La península majorera de Jandía, con la sierra homónima, el istmo de La Pared y la playa de Cofete (Google Maps) |
Cierto que no se trata de un recorrido largo, pero para los que nos mareamos con sólo tomar un par de curvas si no estamos al volante puede convertirse en un suplicio, no por acostumbrado menos molesto. Años de experiencia me han permitido afrontar tan desagradable experiencia -quien la sufre lo sabe- fijando la vista en el horizonte, por encima de los hombros del conductor, sin desviarla ni un momento so pena de pasar a DEFCON 2. No digo el 1 porque el trayecto se solventa en apenas veinte minutos y un poco de respiración profunda, combinado con hacer caso omiso de las conversaciones a bordo, permite salir airoso de la situación.
Lo malo es cuando se viaja con niño, como fue el caso. Cuatro años tenía Hernán entonces, por lo que tratar de darle instrucciones era un esfuerzo poco menos que inútil y encima detestaba la Biodramina. Consecuentemente, aguantó diez minutos, el tiempo que tardamos en ponernos en marcha desde Puerto de la Cruz y alcanzar la cresta. Apenas iniciábamos el descenso de la montaña cuando el pobre avisó -algo meritorio, todo hay que decirlo- de la inminente crisis. Paramos apresuradamente en la cuneta y todos los pasajeros bajamos a la misma velocidad... salvo el niño, que iba atado a la silla suplementaria. El guía desenganchó el cinturón con un rápido movimiento, le cogió en brazos para bajarlo del coche... y entonces se desató la tormenta.
La playa de Cofete, al fondo, vista desde lo alto de la sierra |
Una catarata de vómito parduzco -el desayuno, vamos- salió a presión de la boca de Hernán y fue a impactar evidentemente contra el hombre; todavía hoy lo recuerdo en cámara lenta, con el maléfico chorro rebotando sobre su cara y rompiéndose en mil gotitas que acto seguido regaban la camisa y el pantalón del pobre individuo. Quedó perdido, aunque logró salvar de forma parcial lo que seguramente le interesaban más, la tapicería del vehículo, que sólo resultó manchada una mínima parte de lo hubiera podido ser. Cabe agradecerle que no mostró el más leve rastro de ira, ni contenida siquiera, explicando que no era la primera vez que le pasaba. Ciertamente, tampoco nosotros eramos primerizos en eso.
Hernán ya había protagonizado muchos momentos semejantes en la procelosa red viaria de Asturias, en la sierra mallorquina de Tramontana, bajando del Teide en Tenerife y subiendo al Roque de los Muchachos en La Palma, entre otros, con mención especial para aquel vuelo que tomamos a Málaga, en el que fue a regurgitar justo cuando las luces de cabina nos indicaron que estábamos aterrizando y, por tanto. no podíamos levantarnos al baño. Y eso que siempre viajábamos bien equipados con bolsas de plástico, pañuelos de papel, toallitas húmedas y ropa de recambio; nada que no sepan padres y madres en general. Por eso pudimos paliar aceptablemente los efectos de la tormenta vomitoria sobre el sufrido guía, que más tarde, mientras paseábamos por la playa, se afanó en airear el coche manteniendo abiertas las puertas y ventanas en denodada lucha contra el fortísimo viento que batía las dunas.
Marta, en la playa, entre la neblina matinal y batida por el viento |
Porque, sí, finalmente Hernán se repuso, dejamos atrás la barrera orogénica y descubrimos aquella extraña maravilla que es Cofete.
(CONTINUARÁ)
Fotos: JAF
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