La Campa Torres, viajando al pasado astur y romano de Gijón


Dejando atrás los rigones invernales, en España mayo suele ser un mes tirando a templado, en el que la primavera empieza a ceder el paso al verano amablemente. Pero en el norte -aunque cada vez menos- lo hace a regañadientes y es probable que todavía sea necesario ir abrigado, si el día se presenta gris o se está en determinadas zonas. La costa, por ejemplo, donde no resulta raro que sople un viento frío y húmedo, sobre todo si uno pasea por el borde del mar, y se asoma a  acantilados desprotegidos. Es lo que me pasó cuando decidí hacer una visita a la Campa Torres; pese a que ni llovía ni el cielo estaba especialmente plomizo, el pertinaz Eolo empujaba las nubes empeñado en que me embutiera hasta el cuello so pena de regalarme una faringitis.

El cabo Torres es un pequeño saliente que se adentra tímidamente en las bravías aguas del Cantábrico, sobre cuyo nivel se eleva un centenar de metros cortados a pico en la roca. Un sitio pelado, desnudo de vegetación salvo por la alfombra de hierba verde que lo tapiza, que antaño, curiosamente, era muy distinto: estaba cubierto por un bosquecillo de robles, encinas, cerezos y hiedra que se beneficiaba de un suelo más rico que el actual, pero que terminó desapareciendo víctima de un incendio, quizá causado por un rayo, quizá por ganaderos para obtener pastos.

Maqueta del cabo Torres con el poblado

Cuando digo antaño no hablo de hace unos días, ni siquiera unos años, sino de milenio y medio, del siglo XI a.C. aproximadamente, en lo que fue el comienzo de una transformación de aquella colina y su salida de la Prehistoria para entrar en la Historia. Ocurrió de la mano de los cilúrnigos, gens (rama familiar) perteneciente a los luggones, uno de los veintidós pueblos astures, según el escritor romano Plinio el Viejo. Quién se lo iba a decir, vivían en lo que ahora es Gijón. O muy cerca, pues el cabo Torres se halla a apenas siete kilómetros del centro urbano.

La primera excavación arqueológica en Asturias -al menos la primera que sepamos- se llevó a cabo precisamente en esa localidad en 1783 y no la dirigió un arqueólogo, ya que en esa época todavía no existía tal profesión, sino el arquitecto Manuel Reguera González, que por entonces estaba realizando obras en el puerto, a instancias de Gaspar Melchor de Jovellanos, epítome de los ilustrados españoles. El lugar de los trabajos fue el susodicho cabo Torres, donde algunas fuentes del siglo XV aseguraban que había restos de un gran monumento romano piramidal al que se accedía por una escalera de caracol.

El noroeste de la Hispania romana

En realidad se trataba de una exageración, ya que nunca hubo tal y lo único en lo que se basaba esa idea era una lápida consagrada a Augusto, que formaría parte de un grupo de tres a las que se denominaba Aras Sestianas (el nombre Sestianas sería una referencia al gobernador Lucio Sesto Quirinal). La inscripción, en latín obviamente y a falta de un fragmento borrado por una damnatio memoriae aplicada a su presunto dedicante, Cneo Calpurnio Pisón, legado de la provincia Citerior que fue acusado de traición por Tiberio, dice así: 

IMP CAESARI AVGUSTO DIVI F

COS XXIII IMP XX PONT MAX

PATR PATRIAE TRIB POT XXXII

..................................................

.............................SACRUM 

Su traducción sería: «Al emperador César Augusto, hijo del Divino (Julio César), trece veces cónsul, emperador con veinte salutaciones imperiales, pontífice máximo, padre de la patria, treinta y dos veces investido de tribunicia potestad.........le consagró este monumento».

 

La inscripción del Ara Sestiana se exhibe in situ, en el Museo de la Campa Torres

Por lo demás, no se veían restos arquitectónicos por ninguna parte debido a que, como era costumbre, el sitio fue convertido en una improvisada cantera de la que obtener piedra sin demasiado esfuerzo; si pasó con el Coliseo, cómo no en Gijón. La propia lápida augustana había sido trasladada en el siglo XVI a una ermita gijonesa para que sirviera de altar, antes de que un noble local, el conde de Peñalba, imbuido también del espíritu de la Ilustración, la llevase a su casa para protegerla. No sean malpensados; el templo estaba tan cerca del mar que solía inundarse, poniendo en peligro la pieza.

El arquitecto Reguera sacó a la luz las ruinas de un par de edificios que sirvieron, una vez más, para surtir de piedra a los vecinos y terminaron desapareciendo por completo en el siglo XX, cuando en el cerro se instalaron baterías costeras en el contexto de la Guerra Civil. Lo que quedaba claro era la confirmación de lo que decían los eruditos de los siglos XVI-XVIII sobre un asentamiento romano -desde Ambrosio de Morales a Jovellanos mismo, pasando por Luis Alfonso Carvallo, Alfonso de Marañón y Espinosa-, pero hubo que esperar a 1972 para que José Manuel González, profesor de la Universidad de Oviedo, lo identificase como el castro de Noega. 

Uno de los pozos, con escaleras de bajada

Se trataba de un poblado fortificado cilúrnigo que después, tras la conquista romana, pasó a ser el oppidum (campamento militar) que citaban clásicos como Estrabón y Plinio el Viejo, aquel donde se erigió el monumento a Augusto que decía antes, las Aras Sestianas. Así lo demostraron excavaciones posteriores que se prolongaron una década y permitieron crear lo que hoy se conoce como Parque Arqueológico de la Campa Torres, declarado Bien de Interés Cultural e inaugurado para el público en 1989. Cincuenta mil metros cuadrados encajados entre el mar, el puerto de El Musel y unos enormes depósitos esféricos de gas.

El nombre deriva de la campa o llanura interior del recinto, el área donde estaban las viviendas; una segunda zona era la defensiva, que rodeaba el cerro. La visita, que consta de quince puntos de observación, pasa primero por este perímetro. Al foso, el elemento más exterior, lo llamaban antaño la Canal de los Moros y tiene hasta ocho metros de profundidad en algunos sitios. Le sigue el contrafoso, una especie de parapeto de tierra y piedras con escaleras que deja paso al antecastro,  franja llana de seguridad, antes de que se alcance la muralla.

De derecha a izquierda: foso, contrafoso, antecastro y muralla

El lienzo cierra el paso al promontorio, disponiendo de varios módulos y bastiones que reforzaban una construcción cuyos autores, los astures, realizaron con piedras obtenidas in situ y unidas sin argamasa. Mediante una escalera se pasaba a un atrio, en cuyo suelo quedan unos orificios que servían para sostener los postes de una cabaña. También hay un camino de ronda y, lo más curioso, un conchero (acumulación de conchas de moluscos) que revela dónde arrojaban la basura los primitivos habitantes; sí, ya disfrutaban del marisco.

En esa parte, la más antigua (finales del siglo V a.C.), se conservan restos de un hogar con decoración lineal incisa, aunque no se sabe si estaba dentro o fuera de una casa porque de ésta no queda nada. Se pasa entonces al siguiente punto, la campa, donde casi todo es ya romano, como demuestran los cimientos de planta cuadrada de las casas; los de los astures eran de planta circular (queda uno visible). Si alguien quiere hacerse una idea de su aspecto, hay reconstruidas una de cada justo al lado del museo.

Reconstrucciones de una casa romana (izq.) y otra astur (dcha.)

También puede verse un pozo de cuatro metros que recogía agua de un manantial subterráneo, el trazado de varias viviendas de diversos tamaños con sus dependencias, un aljibe, restos de un molino... Especialmente curiosos son los hornillos de fundición, ya que la metalurgia (bronce, hierro y metales preciosos) era una de las actividades habituales ya en tiempos prerromanos, como demuestran las variadas piezas halladas (fíbulas, joyas, moldes, lingoteras, crisoles, etc). 

No obstante, la base de la economía se basaba, como en casi todas partes, en agricultura (escanda, cebada), recolección (bellotas, berzas silvestres y frutos secos) y ganadería (bovina, ovina, caprina, porcina y equina). Al estar al lado del mar también eran importantes el marisqueo -recordemos el conchero- y la pesca -de baja altura, pues el hallazgo de huesos de una ballena sólo indica que aprovecharían el probable varamiento del animal-, mientras que la caza se centraba en ciervos, jabalíes, corzos y aves. 

La campa, en la zona intramuros, donde estaban las viviendas
 

Todo tiene su final. En el siglo I d.C. empezó el abandono progresivo del oppidum en favor de la nueva ciudad que crecía en el vecino cerro de Santa Catalina a partir de la antigua Gigia astur que cita Ptolomeo. Era una ciudad bastante más pequeña que otras de Hispania más famosas, pero allí terminaba la prolongación en la Asturias Trasmontana (o sea, la de más allá de las montañas) de aquella calzada que enlaza Emérita Augusta (Mérida) con  Astúrica Augusta (Astorga), la Vía de la Plata. Hoy es el barrio gijonés de Cimadevilla y, como vestigio, quedan un tramo de muralla, un aljibe y una termas; todo ello junto con la Villa de Veranes, merecía una visita y he cumplido. Fuerza y honor, que diría Máximo (lo siento, no pude resistir la tentación).

Fotos: JAF 

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