La histórica villa navarra de Roncesvalles

 

Si en el artículo anterior explicaba que durante unas vacaciones en Navarra es aconsejable reservar algún día para acercarse a la Cueva de las Brujas de Zugarramurdi y sus alrededores, especialmente si se es aficionado a la Historia, en éste voy a insistir en lo mismo recomendando un sitio de dimensiones igual de míticas o más: Roncesvalles. Merece la pena el esfuerzo de sortear curvas y más curvas, lluvias impenitentes y brumas pertinaces para llegar a esa minúscula villa que apenas tiene una veintena de habitantes y son los foráneos quienes parecen aportar vida al lugar, entre peregrinos y turistas.

Maqueta de Roncesvalles expuesta en el museo local

Los primeros llevan siglos pasando por allí. Concretamente desde que en el año 837 d.C. se descubriera en Compostela el presunto sepulcro del apóstol Santiago y Roncesvalles pasara a ser un alto en la consiguiente Ruta Jacobea, concretamente del Camino Francés, que atravesaba los Pirineos. 

No se trataba de algo nuevo, puesto que ese paso ya se utilizaba en la prehistoria para acceder a la Península Ibérica e igual siguió ocurrriendo después, tanto con los indoeuropeos como con los romanos (que construyeron una calzada, la Simmo Pyreneo, para enlazar Burdigala -Burdeos- con Astúrica Augusta -Astorga-), los vándalos y los visigodos.

Mapa de la llamada Vía Carlomagno, un itinerario cultural temático sobre el monarca franco, en este caso a su paso por Navarra
 

Por eso el lugar suele rebosar gente ataviada con inconfundibles sombreros, mochilas y cayados -también chubasqueros, dada la pluviosidad local-, a veces con la típica concha de vieira como emblema. Hay numerosos servicios para ellos, caso de un albergue-refugio, un hotel, dos hostales y varios apartamentos que suman así más edificios de alojamiento que hogares de vecinos. Claro que no están solos. Desde el resto de España y del otro lado de la frontera con Francia -que está muy cerca, a unos veinticinco kilómetros- llegan también otro tipo de viajeros, atraídos por una fecha histórica incluso anterior a la reseñada: la batalla de Roncesvalles, que se disputó en el año 778 d.C.

Quien más quien menos habrá oído hablar de La Chanson de Roland (El cantar de Roldán), un cantar de gesta escrito en el siglo XI y atribuido a un monje normando llamado Turoldo (que pudo ser sólo el copista, como el Per Abbat del Cantar de mio Cid). La enorme popularidad de que gozó ese poema en la Edad Media sirvió para sostener ideológicamente la consolidación del poder franco en sus dominios meridionales, dándole tintes épicos a una derrota del ejército de Carlomagno cuando regresaba a su tierra tras una fracasada campaña contra la Zaragoza del rey moro Marsilio, último reducto de resistencia en el norte peninsular.

 

La batalla de Roncesvalles vista por el pintor Wolfgang von Bibra (Wikimedia Commons)

En realidad, ni los francos dominaban esa zona ni la emboscada fue cosa de los musulmanes, sino de unos vascones que seguramente querían vengar el saqueo de Pamplona poco antes. De hecho, el Cantar también se inventa que Roldán era sobrino de Carlomagno, cuando en realidad sólo se trataba del gobernante de la Marca de Bretaña. Sea como fuere, lo que no debió de ser más que una simple escaramuza terminó convertida en gran batalla que tampoco se libró en Roncesvalles sino en algún  lugar incierto entre el collado de Ibañeta y la hondonada de Valcarlos.

Por supuesto, Roldán ha pasado a la posteridad como una especie de héroe nacional histórico para los franceses, que hoy visitan el pueblo preguntando ingenuamente dónde está su tumba sin saber que no hay tal y que en todo caso, de haber sido realmente pariente del monarca, su cuerpo habría sido rescatado para enterrarlo en su tierra acorde a la dignidad que tenía. Así que han de conformarse con lo que les ofrece la capilla del Sancti Spiritus, también conocida como Silo de Carlomagno porque se construyó sobre la fosa común en la que fueron inhumados los guerreros francos caídos.

Interior del Silo de Carlomagno, con las tumbas de los canónigos
 

Es un edificio peculiar, un templo funerario erigido en el siglo XII con doble cubierta a cuatro aguas y arcada perimetral, en cuyo interior se entierra actualmente a los canónigos de la vecina Colegiata. Allí se custodia la legendaria roca contra la que Roldán intentó romper inútilmente su espada, Durandal, para evitar que cayera en manos del enemigo. 

El subsuelo excavado por los arqueólogos, con los esqueletos a la vista
 

En el subsuelo se desarrollan desde hace años campañas arqueológicas para exhumar los cientos o miles de esqueletos encontrados allí; los estratos superiores revelan su pertenencia a combatientes de la Guerra Civil Española y del ejército napoleónico, pero es probable que en una década más de trabajos se alcancen las capas más profundas y allí aparezcan las osamentas de los francos.

El Silo de Carlomagno (derecha) y la iglesia de Santiago (izquierda)

Justo al lado de la capilla está la pequeña iglesia gótica de Santiago, también conocida como de los Peregrinos, que data del siglo XIII. Es pequeña, muy sencilla, de una sola planta rectangular y una bóveda de crucería simple sostenida por columnas cilíndricas, sin contrafuertes, algo que agravó un defecto de construcción: en su desnudo interior los muros de sillares se inclinaron peligrosamente hacia dentro por exceso de peso, obligando a adoptar medidas para paliarlo. El resultado es serendípico: una estancia envolvente y acogedora. 

Interior de la iglesia de Santiago
 

Es, en suma, un edificio que contrasta en proporciones con el de la mencionada Real Colegiata de Santa María, también gótica del XIII, aunque muy reformada posteriormente en estilo barroco porque sufrió varios incendios; por ejemplo, lo único que queda original de la fachada es la arquivoltada portada. El claustro es igualmente tardío aunque no tanto, del siglo XVII, reconstruido entonces porquee la techumbre de los soportales del anterior se hundió debido al peso de la nieve acumulada. 

La fachada de la Colegiata con su portada original 

Del interior destacan las filas de rosetones y vidrieras -modernas- que jalonan las naves laterales, la maciza torre cuadrada que seguramente se concibió como elemento defensivo, el presbiterio con singular baldaquino que alberga la talla de la Virgen y la extraña cripta pentagonal que, al parecer, se hizo sólo por razones estructurales, para salvar un desnivel del terreno.

Claustro de la Real Colegiata de Santa María
 

La visita tiene un aliciente extra para las familias con niños, cosa tan poco común como loable. La Oficina de Turismo ha ideado un interesante juego para mantenerlos entretenidos durante el recorrido: a la entrada les dan un ticket con una serie de rincones del templo que han de localizar, pero expresados en clave de enigma: detalles decorativos de capiteles, vitrales, etc. La clásica, temida e insistente pregunta «¿Falta mucho?», expresada en tono lúgubre y cansino, se reconvierte así en la estimulante y jovial «¿Cuál es el siguiente?».


Vista interior de la Colegiata

Deben ir anotando la solución a cada enigma y, si dan con todos, a la salida no sólo recibirán un premio sino también un nombramiento, con diploma sellado incluido: el de Caballero de la Real Orden de Guías de Roncesvalles, «quedando así bajo el patrocinio del insigne y valeroso Sancho el Fuerte y bajo la protección de la muy querida y venerada Santa María de Roncesvalles».

A la derecha, la Sala capitular con la tumba de Sancho VII el Fuerte. La estatua sedente tiene una pierna sobre la otra, acreditando su condición de cruzado. A la izquierda, posando con una imagen del rey a tamaño real (medía en torno a 2,09 m.)





A propósito de ese monarca navarro, cuenta una leyenda que erigió la Colegiata -en cuya sala capitular está enterrado junto a un dudoso fragmento de las cadenas de la batalla de las Navas de Tolosa, elemento iconográfico incorporado al escudo de armas de Navarra- imitando la planta y estructura de la catedral de Notre Dame de París, para lo cual contrató a un arquitecto francés. Otra atañe a Roldán: la iglesia se asienta donde estaba la citada roca en la que hizo su última resistencia y quebró su espada. 

Las cadenas de las Navas de Tolosa
 

Carácter legendario tienen también algunas piezas que hoy se guardan en el Museo de Arte Sacro, como los manguales que Sancho VII el Fuerte habría empleado en la batalla de las Navas de Tolosa, librada en julio  de 1212, y el estribo de monta de Roldán. Hubiera estado bien que se conservaran el olifante (un cuerno de elefante que el héroe franco hizo sonar para pedir ayuda) o, mejor aún, la espada Durandal.  

Según el Cantar ese arma fue encontrada por Carlomagno al lado del cadáver, así que se supone que se la llevaría con él. La incertidumbre generó leyendas: según una, Durandal está en el fondo del lago Carucedo, en El Bierzo, donde la arrojó su dueño, mientras que otra dice que se la había arrebatado Bernardo del Carpio; además, en el santuario francés de Rocamadour hay una espada clavada en un farallón que, aseguran con más voluntarismo que pruebas, es la auténtica.

 

Los manguales de Sancho VII el Fuerte

El museo de Roncesvalles, ubicado a un paso de la colegiata, es pequeño, pero espectacular. Hay tallas, relieves del retablo de la Colegiata, cálices, jarras, báculos, collares, copones, coronas, arquetas, evangeliarios, crismeras, relicarios, cruces, anillos, monedas, tapices, cantorales, códices, libros diversos... 

La colección incluye el Trípico del Calvario -posiblemente de origen flamenco-, las zapatillas del arzobispo Turpín y el famoso ajedrez de Carlomagno, con el que el rey fue entretenido en una partida por el traidor Ganelón para que no pudiera acudir en ayuda de su sobrino mientras éste se dejaba los pulmones soplando el olifante; en realidad no es un ajedrez -basta con contar los cuadros- sino un relicario gótico, muy posterior al monarca franco.

El ajedrez de Carlomagno
 

Asimismo, se pueden destacar otras dos piezas cuya contemplación resulta impresionante. La primera es la corona de la Virgen de Roncesvalles, la apodada Reina del Pirineo, cuya talla de madera policromada recubierta de plata y estilo gótico francés está en la colegiata bajo un peculiar baldaquino. Según la leyenda, fue descubierta bajo una fuente después de que un pastor que se había acercado a beber fuera advertido de su presencia, en plan hollywoodiense, por un ciervo de astas luminosas y un coro de ángeles.

La segunda pieza estelar es la imponente esmeralda que, según otra leyenda, le arrebató Sancho VII el Fuerte de su turbante al califa almohade Miramamolín (Muhammad an-Násir) en la misma batalla, la de las Navas, en la que decíamos que el monarca también se hizo con las cadenas que protegían su tienda de campaña. Los estudios practicados demuestran que esa gema no procede del mundo árabe sino de más lejos aún, Colombia, por lo que su llegada a España tuvo que ser necesariamente de finales del siglo XV en adelante.

La esmeralda de Miramamolín, enrgarzada con otras más pequeñas, esmaltes y cadena de oro

La corona de la Virgen de Roncesvalles es de oro tachonado de diamantes, perlas y otras piedras preciosas

El museo cuenta también con una biblioteca capitular que, lamentablemente, no está abierta al público general sino sólo a investigadores; consta de quince mil volúmenes e incluye rarezas como un par de libros de confucianismo en chino. Y a todo esto se suman algunas cosas más, como la Itzandeguía, un enorme y compacto edificio de una sola nave rectangular que en otros tiempos fue usado como establo y alojamiento de soldados pero que quizá fue un hospital medieval -hoy ha sido habilitado para exposiciones-. Cómo no, hay que recomendar los establecimientos hosteleros para reponer fuerzas disfrutando de la gastronomía local, que además del cerebro también hay que alimentar al estómago.

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