La extraña playa de Cofete (II): cementerio, submarinos y una falsa mansión nazi...
La primera impresión que tuve de la playa de Barlovento, en Cofete, de la que ya hablé en el artículo anterior, fue un recuerdo cinematográfico: el de la costa de la isla Skull, a la que arribaba la tripulación del barco petrolero en la película King Kong (la de Jerssica Lange de 1976, que fue en la que descubrí la historia del gorila gigante). Puede ser una rememoración distorsionada, claro, y habría que revisar el film para ver si realmente son paisajes parecidos o me traicionan los años; pero, bueno, fue la imagen que me vino cuando contemplé aquel inmenso arenal canario que se perdía de vista -más de una docena de kilómetros desde el islote de las Siete Viudas al roque del Morro-, envuelto en una niebla arcana y batido por un pertinaz fuerte viento; sí, Fuerteventura es un nombre atinado.
La playa de Cofete entre la bruma matinal. A lo lejos se vislumbra la Villa Winter |
Pero, aunque estaría bien, allí no hay tribus salvajes ni ningún primate gigante; de hecho, no se veía un alma ni cuando exangües rayos del sol conseguían abrirse paso entre la persistente bruma matinal. Lo más parecido un ser humano estaba en la existencia de unas ruinas de una aldea que hay poco antes de llegar -una treintena de chozas y cabrerizas más una ermita, todo abandonado después de que el dueño de las tierras prohibiera la agricultura -y sobre todo un edificio, también decrépito, que se oteaba en lontananza, encaramado a la pared de la sierra como una lapa a su roca. En ese segundo caso no se trataba de una cabaña campesina sino de toda una mansión de estilo colonial que tiene una curiosa historia en la que se entretejen realidad y leyenda.
Foto: Frank Vincentnz en Wikimedia Commons |
Se la conoce como Villa Winter porque fue construida por un ingeniero germano llamado Gustav Winter, nacido en Baden-Wüttemberg en 1893 pero que se trasladó a España en 1915 y trabajó en muchos proyectos insulares, tanto en Gran Canaria como en Fuerteventura. Se afincó en esta última en 1946 y eligió Cofete para construir una residencia de vacaciones, nada modesta por cierto: planta circular estructurada en torno a un patio, dos plantas más sótano, fachada con arcadas, un salón con chimentea, algunos bonitos detalles decorativos (como la gárgolas en forma de reptil de la imagen adjunta) y un elegante torreón cilíndrico que le da un aire de feudo de rancio abolengo, solitario en su montaña.
Foto: Norbert Nagel en Wikimedia Commons |
Pero hay más. Villa Winter no me resultaba del todo desconocida porque recordaba la lectura que hice tiempo atrás de la novela Fuerteventura, del escritor tinerfeño Alberto Vázquez-Figueroa, en la que la mansión era el escenario principal de una trama ambientada en la Segunda Guerra Mundial: una especie de prostíbulo de lujo exclusivamente reservado a los oficiales de los submarinos de la Kriegsmarine, que eran alojados allí para tomarse unos días o semanas de descanso mientras sus naves se sometían a reparaciones y reabastecimiento. En el libro, el servicio de inteligencia británico infiltra a una agente entre el personal con la misión de descubrir la llegada de una joya de la ingeniería nazi, un U-boot capaz de mantenerse sumergido mucho más tiempo que los demás.
Foto: dronepicr en Wikimedia Commons |
Foto: dronepicr en Wikimedia Commons |
El hecho de que la casa estuviera en una ubicación tan inhóspita, con gruesos muros que aislan del ruido y en su interior se encontraran dependencias cuando menos extrañas, como túneles, puertas tapiadas, un presunto búnker y un cuarto con un desagüe en medio, dio lugar a no pocas habladurías. Unas decían que había un laboratorio para que los nazis hicieran experimentos (que cuenta con lo que algunos describen como un horno crematorio); otras que era un quirófano para cirugía estética; éstas, que la torre servía para avistar el paso de barcos enemigos y avisar de su presencia por radio o señales ópticas; aquéllas, que Gustav poseía en propiedad un viejo submarino francés reflotado...
Foto: Norbert Nagel en Wikimedia Commons |
En realidad, Villa Winter se construyó después de la guerra, así que todas las especulaciones anteriores devienen en mera fantasía. El laboratorio en cuestión y su horno no pasarían de mera cocina y el complejo grupo electrógeno del edificio sería necesario por la ausencia de tendido eléctrico en aquellos tiempos. Unas muescas en la pared que algunos identifican con impactos de metralla probablemente deban atribuirse más bien a la erosión resultante de la combinación de gotas marinas y viento. Más plausible sería la idea de que en la casa se pudo esconder algún nazi prófugo tras la guerra, aunque se trata de mera especulación.
Foto: JAF |
Ahora bien, Villa Winter no es el único rincón curioso de aquel paraje. En medio de la playa, rodeado por un pequeño muro perimetral de menos de medio metro de altura que a duras penas consigue impedir que la arena lo sepulte, hay un insólito cementerio. El porqué de su ubicación allí es, como mínimo, peculiar: se estableció en 1872, cuando los vecinos -poco más de medio centenar- se hartaron de tener que trasladar a sus difuntos hasta la iglesia de Pájara, distante cuarenta kilómetros; un trayecto en el que se veían obligados a llevar los ataúdes a lomos de camello, dado que entonces no había otro medio. El espectáculo, fastidioso y grotesco, terminó con sepelios en a playa porque era un terreno sin propietario y, al fin y al cabo, ni entonces ni ahora había bañistas.
Foto: JAF |
Caracterizan aquellos enterramientos -el último se hizo en 1956- la modestia, humildad y limitaciones económicas de los colonos, que malvivían de las cabras y la recolección de orchilla, por eso se trata de un camposanto muy diferente a lo que se acostumbra a ver. Sencillos montones de piedras sustituyen a mármoles y lápidas, con la única decoración de austeras cruces de madera sin nombre, estando éstos reseñados en una placa la puerta del recinto-. El cementerio parece sacado de alguna película barata y, de hecho, guarda cierta similitud con el de Sad Hill, construido en Burgos como decorado de El bueno, el feo y el malo y recientemente rehabilitado, o con el que hay poco antes del de Chauchilla (en Nazca, Perú).
Foto: JAF |
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