Belchite, el pueblo fantasma de la Guerra Civil

 

En su libro El infinito en un junco, Irene Vallejo deja una de esas frases lapidarias que resultan perfectas para empezar un artículo: "En el cruel universo bélico, los jóvenes mueren y los padres sobreviven a sus hijos". La realidad demuestra que no siempre es así; especialmente si hablamos de niños, que tienen una extraordinaria capacidad de supervivencia, como si su naturaleza supiera que apenas han vivido una mínima parte de su existencia potencial y todavía les quedan muchos años por delante. 

Es algo que podría firmar Josefina Cubel, protagonista involuntaria y ausente de la visita guiada por el pueblo viejo de Belchite, uno de los principales atractivos turísticos de la provincia de Zaragoza y visita casi ineludible en, pero antaño escenario de las tragedias que arrastraba la siniestra mano de la guerra; si ésta es siempre una amalgama de "sangre, barro y mierda", en expresiva definición de Arturo Pérez-Reverte, que vivió personalmente  unas cuantas, la nuestra, la Guerra Civil, fue aún peor por la carga cainita que arrastró.

Tanque de la XI Brigada Internacional; los carros de combate no pudieron avanzar por las calles de Belchite (Wikimedia Commons)

 

Josefina Cubel es una vecina de Belchite, muy anciana ya, que en 1937 era una zagala de doce años. A esa edad y en septiembre debería estar apurando sus últimos días de vacaciones y juegos antes de empezar las clases, pero el estallido de la locura colectiva en España, derivado de su polarización y radicalización política, hacía que llevase sin poder llevar una vida normal desde el 24 de agosto. 

Ésa fue la fecha en que el Ejército Popular dio comienzo al asedio del pueblo, en el contexto de su ofensiva sobre Zaragoza para frenar el avance de las tropas sublevadas en julio. Belchite se convirtió en un inesperado foco de resistencia de éstas, pues allí se atrincheraron de tres mil a siete mil hombres, entre militares y civiles. Enfrente, los republicanos concentraron cerca de veinticuatro mil.

Plano del asalto republicano a Belchite, del libro Las Brigadas Internacionales, de Víctor Hurtado y José Luis Martín Ramos (Wikimedia Commons)

El enfrentamiento redujo el pueblo a ruinas, dejándolo con el fantasmal aspecto que presenta hoy: apenas quedan edificios en pie y los que resisten lo hacen sólo con los muros exteriores, sin techumbre, vaciada a golpe de obús su partición interior y tatuadas sus maltrechas fachadas con impactos de bala. Las torres de las iglesias son los únicos elementos que a simple vista, como ésas banderas que deshilachadas y agujereadas por la metralla siguen en sus astas después de las batallas, parecen empeñadas en mantener el recuerdo de que aquel desolado lugar fue, en otro tiempo, una comunidad en la que los vecinos convivían mejor o peor. 

El Arco de la Villa, entrada al viejo Belchite
 

El recorrido por el viejo Belchite, que guían sus descendientes porque el peligro de derrumbe ha obligado a proscribir las visitas libres, va mostrando paso a paso los horrores de aquel atípico verano. Empieza en el Arco de la Villa, situado en una plaza decorada con unas letras de hierro que rezan Memoria y paz y que sirve de entrada oficial al recinto, dando paso a la calle Mayor. 

Nada más entrar, un viejo cañón, quién sabe si veterano de la contienda, troca su antigua función por la de icónico atrezzo para que los turistas se fotografíen a su lado. Pero a continuación, paso a paso, a medida que uno se interna en Belchite, esa cara amable se va disolviendo para dejar paso a la desolación. 

El desolador aspecto actual de la calle Mayor
 

Se suceden, una tras otra, las tristes huellas de los buenos tiempos, apenas apreciables entre escombros. En una pared se aprecia el rastro mortífero de una ráfaga de ametralladora; lo que antaño era un modesto hospital, hoy son cuatro paredes semiderruidas; la fachada del casino es cuanto queda de los buenos tiempos; la fuente de la plaza Nueva hace mucho que dejó de manar y de servir tanto para refrescar gargantas como de lavadero... Los cascotes se amontonan a cada lado de las calles, tapizados a veces por vegetación en una muestra de que la naturaleza siempre se abre camino.

Una fachada de la calle Mayor tatuada con impactos de bala

Las que se abrían camino en septiembre de 1937 eran las bombas que lanzaban los sitiadores, tratando de demoler los precarios parapetos de piedra, hierro y sacos de arena que los defensores levantaron para cerrarles el paso. A finales de agosto, después de que la aviación y la artillería ablandasen aquel sistema, la XV Brigada Internacional se lanzó al asalto. A costa de sufrir cuantiosas bajas porque carecían de cobertura de los tanques, que no podían moverse entre tanto escombro, los brigadistas entraron por una brecha en el ábside de la iglesia de San Agustín.  

La iglesia de San Agustín
 

Ese edificio es todo lo que queda del monasterio homónimo y hoy en día todavía conserva un obús incrustado en su torre, asemejando aquella punta de arpón  encontrada en la osamenta de una vieja ballena, fundida con sus huesos, décadas después de que lograra escapar herida del intento de caza. Desde ese lugar, los atacantes fueron reduciendo el perímetro del enemigo, que se replegó para hacerse fuerte en dos puntos: el Ayuntamiento, en la mencionada plaza Nueva, y la iglesia de San Martín de Tours. 

El obús incrustado en la torre de la iglesia de San Agustín

Los soldados lucharon casa por casa y habitación por habitación, a veces pasando de una a otra a través de los tabiques, como británicos y zulúes en Rorke's Drift, en un caos agónico en el que a menudo no se sabía de qué bando era el que estaba disparando desde el otro lado.  Finalmente alcanzaron el trujal (molino de aceite), que cambió su uso para convertirse en improvisada fosa común y acogió unos ochenta cuerpos; desde luego, mejor que usarlos de parapeto, como testimonió sobre otros un corresponsal.

El Trujal

La iglesia de San Martín de Tours es más grande que la de San agustín y aún conserva restos de decoración pictórica en un par de capillas, una de las cuales todavía está coronada por una cúpula, aunque horadada por el boquete que produjo una profanadora bomba en su caída. Las bóvedas han sido privadas de su mampostería, así que también este templo parece el esqueleto de un colosal Leviatán. Su panza, la gran nave única, sirvió de hospital de campaña hasta que cayó en poder republicano el 5 de septiembre. 

El vacío interior de la iglesia de San Martín de Tours

El núcleo del consistorio continuaba resistiendo, aunque la escasez de municiones y la falta de víveres -especialmente agua, cuyo suministro cortaron los republicanos y que dejaba a los otros a merced del atroz calor estival-, ponía su situación muy difícil. Tanto que en la madrugada del 5 al 6, y tras recibir la preceptiva autorización del mando, decidieron intentar escapar del cerco y unirse a los efectivos nacionales que trataban de romperlo desde fuera. Fue esa noche cuando ocurrió el capítulo más importante de la historia de la citada Josefina Cubel. 

Al pie del cañón, visión de la batalla de Belchite del artista Augusto Ferrer-Dalmau (Wikimedia Commons)
 

Los defensores realizaron su salida en pequeños grupos y por distintos caminos para no llamar la atención. Josefina se arrimó al comandante, pensando que junto a él estaría más segura. Es imposible saber que hubiera sido de ella de haber huido en otro grupo; quizá hubiera sobrevivido o quizá no, pero el caso es que una ráfaga de ametralladora mató a su acompañante y a ella la dejó malherida. Cabe imaginar la consternación de su padre y hermanos, que iban un poco más atrás, cuando la vieron tirada en el suelo, envuelta en sangre. Creyendo que había muerto, la dejaron y continuaron, logrando salvarse con otros dos centenares de de personas que alcanzaron las filas nacionales. 

La calle por la que huía Josefina Cubel

Sin embargo, Josefina se aferraba a la vida; las balas le habían destrozado una pierna pero aún respiraba. Recogida por los soldados republicanos, pasó los tres meses siguientes en un hospital. Le quedó una cojera perenne, pero cabe imaginar el alborozo de su familia cuando se enteró del milagro un par de meses más tarde. 

Hoy en día se puede recorrer la calle por la que escapaba cuando ocurrieron los hechos e imaginar el traqueteo y los destellos en la oscuridad del arma que la barrió, si bien el sitio es irreconocible porque no queda una casa en pie. Cabe añadir que otras seis mil personas de ambos bandos resultaron heridas, sufriendo fatal destino cinco mil más.

La Cruz de los Caídos. Se dice que tiene un remache por cada prisionero
 

Porque no mucho tiempo después los nacionales contraatacaron y esta vez fueron sus bombas las que cayeron sobre el maltrecho Belchite, destrozando la mayor parte de lo poco que había quedado en pie. La Cruz de los Caídos, cuyas formas de hierro forjado se alzan frente a la antigua Torre del Reloj mudéjar, adornando juntas la desangelada Plaza Vieja, señala el lugar donde se incineraron muchos de los cadáveres.

La solitaria Torre Mudéjar, parcialmente reconstruida
 

Terminada la guerra, el régimen franquista decidió dejar el pueblo como estaba, a manera de memorial, construyendo al lado uno nuevo para los vecinos de su bando; el resto, que fue la mano de obra, quedaron instalados en un campo de concentración anexo, al que se apodaba la Pequeña Rusia por el millar aproximado de presos políticos recluidos; todavía están en pie los quince barracones, descontextualizados por los aerogeneradores que asoman al fondo. 

Algunos de aquellos infortunados, al salir en libertad y carecer de casa, retornaron a las ruinas de la que habían sido sus hogares tratando de reconstruirlos como podían. Allí se les fueron uniendo otros, hasta que en 1964 hubo que desalojarlo ante el evidente peligro de derrumbe que existía y el expolio de materiales para dichas reconstrucciones. 

El cañón de la entrada
 

Durante las décadas siguientes, Belchite fue un pueblo fantasma, una rareza que aprovechaban algunos cineastas como decorado fantástico o visitaban aguzados viajeros por su cuenta, en busca de sitios poco conocidos de la España insólita. El Nuevo Belchite quedaba sólo para los estudiosos de la arquitectura franquista de la posguerra;  o quizá para pernoctar o comer (recomendable el restaurante Aguas Vivas, por la comida, por la decoración y porque en la puerta había aparcado un cliente un coche pintoresco, inaudito, extravagante, del que no me resisto a adjuntar foto).

El coche en cuestión

Después, al Viejo Belchite se le dio protección oficial como Bien de Interés Cultural y en 2008 quedó cerrado para proceder a apuntalar todo lo que resultara inestable. En 2013 reabrió las puertas exclusivamente con guía, previa reserva de hora; si alguien busca una emoción especial, evocando la aventura de Josefina Cubel, probablemente la encuentre en la visita nocturna.

Fotos: JAF

Comentarios

Entradas populares de este blog

El saqueo de Mahón por Barbarroja y el fuerte de San Felipe

Santander y las naves de Vital Alsar

La Capilla Sixtina: el Juicio Final