Una visita a las Descalzas Reales de Madrid

"-¿Y no es éste d'Artagnan, el que hirió a Jussac en el desgraciado encuentro cerca del convento de las Carmelitas Descalzas? -preguntó el rey mirando al cardenal, cuyo rostro se encendió de despecho.

-Y el día siguiente a Bernajoux. Sí, señor, el mismo, V. M tiene buena memoria".

Es casi imposible hablar de un convento de Carmelitas Descalzas sin recordar el lugar -o uno de los muchos- donde los intrépidos mosqueteros de Dumas se batían en duelo, bien entre ellos al conocerse, bien contra los torpes guardias del cardenal Richelieu. Pero si nos situamos en Madrid en vez de en París, la cosa cambia. Situado en pleno casco histórico, en una plaza que hoy lleva su nombre, el convento de las Descalzas Reales no es de monjas carmelitas sino clarisas franciscanas y tampoco consta que su entorno sirviera para cruzar aceros lejos de las rondas de los alguaciles. Destilaba demasiada alcurnia, como veremos, pero el caso es que la escena de Dumas me venía una y otra vez durante la visita.

 

Isabel Clara Eugenia de Austria, hija de Felipe II y gobernadora de los Países Bajos, retratada por Rubens con el hábito de las Descalzas Reales (Wikimedia Commons)

Lo que en realidad se llama Monasterio de Nuestra Señora de la Visitación constituye una de los rincones turísticos destacados del llamado "Madrid de los Austrias", algo que, sin embargo, no atrae a grandes masas de curiosos. Por suerte, cabría añadir, ya que el recorrido por su interior es exclusivamente guiado y en pequeños grupos, en parte por las limitadas dimensiones de los espacios y en parte porque allí vive todavía una comunidad religiosa (de hasta treinta y tres integrantes, la edad de Cristo), aunque tenga la categoría de museo. Supongo que también por eso no se permiten fotos dentro y el precio del billete es superior al de otros sitios.

El cenobio se ubica en el área de la segunda ampliación urbana a costa de una barriada extramuros medieval, conocida como arrabal de San Martín debido a que allí se alzaba el monasterio de San Martín. Fue éste uno de los primeros que se construyeron en Madrid (por donación real de Alfonso VII a finales del siglo XI), aunque con el tiempo se fue desgajando en varias iglesias y ermitas. El arrabal sirvió de escenario ocasional, levantando un tablado con dosel ad hoc, para la proclamación de reyes y príncipes de Asturias.

Detalle de la puerta del monasterio (Zarateman en Wikimedia Commons)

También allí se situaba uno de los primeros palacios madrileños,  cuya propiedad atribuyen algunos a Alfonso VI, si bien otros lo consideran más tardío. En cualquier caso, parece que sirvió de foro para celebrar las Cortes de 1339 -también las primeras en la ciudad- y hay que esperar al siglo XVI para encontrar el nombre de un propietario que lo erigió sobre unas casas adquiridas a la familia Sotomayor, caída en desgracia tras apoyar la revuelta comunera: Alfonso Gutiérrez de la Cavallería, prestamista de origen judeoconverso que había sido uno de los inversores en el primer viaje de Colón.

A lo largo de su vida, Gutiérrez ocupó cargos tan importantes como contador mayor y consejero de Estado y Guerra de los Reyes Católicos,  tesorero de la Santa Hermandad, regidor del concejo de Madrid, tesorero de la Ceca, contador mayor del ayuntamiento de Sevilla... En 1504 fue nombrado tesorero real y en 1521 pasó a controlar la Hacienda de Carlos I, primero como contador mayor y después como consejero. Como era costumbre, a menudo alojó al emperador en su casa y por eso nacieron en ella varios de los hijos que éste tuvo con Isabel de Portugal.

Juana de Austria retratada por Sofonisba Anguissola (Wikimedia Commons)
 

Entre ellos Juana de Austria, infanta de España y archiduquesa de Austria, que en enero de 1522 fue casada por poderes con el príncipe portugués Juan Manuel y regresó dos años más tarde al quedar viuda, aunque tuvo tiempo de quedar embarazada y dar a luz al futuro rey luso Sebastián I (al que tuvo que dejar en Lisboa y no volvió a ver). Aquí ejercería la regencia del país entre 1554 y 1559, durante la ausencia de su hermano Felipe II, cuando éste viajó a Inglaterra para contraer matrimonio con María Tudor; lo hizo al parecer con eficiencia, gracias al buen equipo de consejeros que reunió para ello.

Aparte, Juana no volvió a casarse y se decantó por la vida religiosa, aunque nunca llegó a tomar votos. Tenía diecinueve años cuando se empeñó en ingresar en la Compañía de Jesús, a la que estaba muy unida por su confesor -y primo-, el jesuita Francisco de Borja. Fue la única mujer que tuvo la orden; al ser exclusivamente masculina, Juana debió ser inscrita con el pseudónimo de Mateo Sánchez (luego Montoya) y mantener su pertenencia en secreto, con la previa autorización del propio Ignacio de Loyola. 

Primeras páginas de la copia notarial, datada el 8 de abril de 1623, de la escritura de fundación del convento, cuya fecha fue el 9 de agosto de 1572
 

Para reencauzar esa vocación imposible, Francisco de Borja le sugirió en 1557 fundar un convento para monjas clarisas franciscanas. El lugar elegido fue su palacio natal, que compró a los herederos de Alonso Gutiérrez, y la inauguración tuvo lugar dos años después. No obstante, las obras de adaptación, que incluían la construcción de una iglesia, se prolongaron más de una década y la fundación no quedó escriturada hasta el 9 de agosto de 1572. 

Juana, que no sería monja, falleció al año siguiente, habiendo elegido ser enterrada allí en vez de en El Escorial, como correspondería a su estatus de infanta y como pasó con Isabel de Valois, esposa de Felipe II, cuyos restos morales fueron inicialmente depositados aquí, pero se trasladaron posteriormente. El cuerpo está en un mausoleo decorado por el escultor Jacobo da Trezzo que se ubica, cerrando el círculo, en la capilla donde su madre la trajo al mundo.

Las otras dos páginas. El documento se conserva en la Biblioteca Nacional de España
 

Aunque las monjas eran clarisas coletinas, es decir, pobres (de ahí lo de descalzas), en realidad el cenobio se perfiló como un lugar donde profesaron mujeres de alcurnia, de ahí que acabase conocido como las Descalzas Reales. En 1580, por ejemplo, acogió a María de Austria, viuda del emperador Maximiliano II, cuya hija Margarita también tomó los hábitos y más adelante convencería a tres sobrinas para que hicieran lo mismo. Asimismo, llegarían más ilustres damas, como la hija del emperador Rodolfo II, la de Juan José de Austria o la ilegítima que tuvo el Cardenal Infante. Además, en 1715 Felipe V decretó que todas las abadesas de las Descalzas Reales fueran nombradas grandes de España.

La escalera principal con el trampantojo del balcón a la izquierda (@realesitios en Investigart) 
 
Vista desde arriba (Patrimonio Nacional)

Por tanto, la sobriedad herreriana en ladrillo visto del exterior contrasta radicalmente con la magnificencia interior del edificio, que se descubre nada más pasar la puerta principal -originalmente para carruajes-, adornada con elementos protorrenacentistas. El visitante contempla entonces la espectacular escalera principal, que pertenecía al palacio anterior pero fue enriquecida con pinturas al temple que recubren toda la superficie de muros y techos, de las que hay que destacar el trampantojo del balcón al que se asoma la familia de Felipe IV. No se sabe con certeza la autoría de cada una, ya que fue un trabajo colectivo en el que participaron Carreño de Miranda, Mantuano y Rizi, entre otros.

En el claustro, cuya parte alta fue cerrada con madera y cristal en 1679 mientras que la baja lo sería en 1773, en ambos casos para protegerlo de las inclemencias del tiempo, todavía resisten las columnas originales del palacio. Allí están enterrados Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre, primos de Juan Carlos II, y de ahí salían procesiones de Semana Santa con el Cristo yacente que hizo el artista Gaspar Becerra, al ritmo de la composición litúrgica del Santo Entierro que compuso el músico Tomás Luis de Victoria, que a la sazón era maestro organista del convento. En las galerías altas del claustro se suceden varias capillas, en una de las cuales estuvo expuesta la exquisita Anunciación de Fra Angélico hasta que se trasladó al Museo del Prado en la segunda mitad del siglo XIX.

Vista general del claustro (rene boulay en Wikimedia Commons)
 

Hablando de museos, el cenobio tiene una sala con ese fin específico donde exhibe piezas de arte de la Edad Moderna, como tallas de Cristo y la Virgen de Pedro de Mena, un retrato de la Calderona (la actriz amante de Felipe IV), custodias, etc. Otras salas que no hay que perderse son el Salón de Reyes, que conserva retratos de personajes ilustres que vivieron allí -incluyendo el que Claudio Coello hizo de Juana de Habsburgo-; el Candilón, el lugar donde se velaba a las monjas fallecidas y hoy muestra retratos de algunas; y las dedicadas a pintura de los siglos XVI y XVII.

También es referencia insoslayable la sala habilitada en lo que eran las celdas de las monjas y que ahora alberga la colección de una veintena de tapices que Rubens diseñó bajo el epígrafe El triunfo de la Eucaristía para Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y gobernadora de los Países Bajos, que se la regaló a la comunidad porque ella misma ingresó en la orden (aunque siguió tomando parte en los actos oficiales de la corte). Otras colecciones curiosas son la de esculturas del Niño Jesús, la de belenes y la de reliquias, sumando en total más de diez mil obras de todas las disciplinas artísticas, si bien únicamente se pueden mostrar dos centenares.

Sala de los tapices (Patrimonio Nacional)

Uno de los tapices, titulado El triunfo de la Fe (Wikimedia Commons)

Hay que citar dos rincones más. El primero es la pequeña pero rica Capilla del Milagro, construida por encargo de Juan José de Austria para regalársela a su hija, Margarita de la Cruz, cuando tomó los hábitos. Estaba destinada a acoger la tabla de la Virgen del Milagro, que la primera abadesa trajo desde otro convento de Gandía. Cabe añadir que llegó acompañada de siete monjas para formar la primera comunidad ¿Por qué siete? Según la tradición, porque durante la construcción del convento, el confesor destinado a él vio salir siete estrellas de debajo del manto de la Virgen durante una oración.

La Capilla del milagro, con la decoración pictórica de Francisco Ricci (Wikimedia Commons)

El segundo sitio es la iglesia, edificio en el que intervinieron varios arquitectos y cuyo interior fue completamente remodelado en estilo neoclásico por Diego de Villanueva en el siglo XVIII. Contaba con un retablo de Becerra, perdido en un incendio en 1862 junto con las pinturas de la bóveda y los retratos que había hecho Pantoja de la Cruz; el coro también se perdió, pero éste durante un bombardeo en la Guerra Civil.

Al final de la visita, que termina siempre en el tiempo exacto -una hora- porque la comunidad vuelve a tomar posesión de la que es su casa, se sale por el punto de entrada. Atrás queda ese ámbito que mezcla historia y arte, realeza y religión; un espacio donde no es difícil imaginar la rígida figura de Juana, manteniendo la moda laica -peinado francés atiffet, jubón cerrado con gola y brahones en las mangas-, caminando por los pasillos mientras su tintineante verdugado  se sobrepone al fru-fru de los bastos hábitos monjeriles arrastrados por el mármol del suelo.
 
Interior de la iglesia (Enrique Cordero en Wikimedia Commons)
 
Ya en el exterior, justo enfrente, se ve la fachada churrigueresca del Monte de Piedad, construido en tiempos de Felipe V sobre lo que había sido un antiguo hospital fundado también por Juana de Austria. Círculo cerrado.
 
Imagen de cabecera: fachada del monasterio (Dorieo en Wikimedia Commons)

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