El Museo de Falúas de Aranjuez

 


Cuando visité Aranjuez, hace ya tiempo, me llevé tres sorpresas. La primera fue que, durante la primera noche en el camping donde pernocté, un gato noctámbulo aprovechó las tinieblas para asaltar la bolsa de comida que había dejado fuera de la tienda de campaña y se dio un festín de queso y embutidos a mi costa ¡y sin dejar propina! La segunda, asombrarme de que el Palacio Real local poco o nada tenía que envidiar en belleza y espectacularidad a los de Madrid y Versalles, salvo en tamaño. Y la tercera, verdadero descubrimiento, tiene nombre propio, también vinculado a la monarquía: el Museo de Falúas Reales

Este último forma parte del Real Sitio, cuyo origen se remonta a la estancia de Felipe el Hermoso en el palacio de los maestres de la Orden de Santiago pero que como residencia de la Corona debe su primera piedra a otro Felipe, el II, y a sus arquitectos Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera. Posteriormente, las ampliaciones y reformas acometidas por sus sucesores, especialmente los tres primeros Borbones (Felipe V, Fernando VI y Carlos III), causadas en parte por un incendio ocurrido en 1748, le dieron el aspecto definitivo que se puede disfrutar hoy. 
 
El Real Sitio de Aranjuez hacia 1636, en una obra anónima (dominio público en Wikimedia Commons)
 
La ubicación del complejo palaciego en la confluencia de los ríos Tajo y Jarama no es casual. Las tierras a las que sus cauces proporcionaban fertilidad y verdor se convirtieron en unos enormes jardines que superan ampliamente el centenar de hectáreas y servían -sirven- para evadirse del tórrido calor madrileño ocultándose bajo la frondosidad las copas de sus árboles, algo de lo que puede dar fe cualquier visitante (cuando el verano apretaba aún más, todavía les quedaba a sus majestades otro recurso: escapar al Palacio de La Granja de San Ildefonso, en la fresca sierra segoviana).
 
Estrechamente relacionado con los cauces fluviales está el gusto de los monarcas y sus familias por recrearse paseando por tan plácidas aguas. Para ello, Fernando VI encargó al célebre castrato Carlo Broschi Farinelli -que también se ocupaba de la escenografía de la Corte- la formación de una pequeña flotilla de embarcaciones, compuesta por cinco falúas y dieciséis lanchas menores, pomposamente bautizada como Escuadra del Tajo. 
 
Fernando VI y Bárbara de Braganza en los jardines de Aranjuez, en un cuadro de Francesco Battaglioli. Al fondo, se aprecia la Escuadra del Tajo con las velas desplegadas (dominio público en Wikimedia Commons)
 
Carlos IV, cuando aún era príncipe, llegó a reorganizar otra a la que dirigió en persona alguna vez, cual almirante de agua dulce, incluso trasladándola eventualmente a otro sitio de nombre no menos pretencioso, el Mar de Ontígola, que ahora es una reserva natural pero entonces era un embalse mandado hacer por Felipe II a un par de kilómetros. Aquella flotilla constaba de una fragata de dicesiéis cañones, otra de diez, una falúa grande, el jabeque San Gabriel, un caique otomano, una balandra y un bote. Luego se fueron sumando más, como la falúa real o la barca chinesca
 
Las unidades principales llevaban los nombres del monarca y su esposa, San Fernando y Santa Bárbara, y además estaban artilladas con dieciséis pequeños cañones. Navegaban acompañadas de otras tres para cortesanos ilustres, una de escolta con apariencia de navío de línea y dos más con forma de jabeque para los criados. También se embarcaban músicos para acompañar el paseo -el mismo Farinelli cantó alguna vez sobre cubierta-, que no se hacía por impulso propio sino a remolque, lentamente porque a veces las embarcaciones se usaban como plataformas de caza (aunque también tenían remos y, algunos, podían enarbolar pequeños mástiles con velamen). 
 
Embarcadero del Jardín del Príncipe (Rodelar en Wikimedia Commons)
 
Del total de embarcaciones que amenizaron a los reyes españoles se conservan seis naves, expuestas en el citado Museo de Falúas Reales, en un edificio cercano al palacio construido ad hoc en la primera mitad de los años sesenta del siglo XX. Con anterioridad, desde el siglo XIX, ya estaban visibles para el público en la antigua y vecina Real Casa de Marinos, que se había levantado en el Jardín del Príncipe para sustituir a la atarazana anterior, que hubo que demoler por estar en mal estado debido a varias inundaciones y a la voracidad de las termitas arancetanas.
 
La colección que alberga asciende a unas cuarenta piezas e incluye aparejos, instrumentos de navegación, maquetas, pinturas y dibujos, los cañones de bronce, etc. Tienen una gracia especial las cunas principescas con forma de casco de buque y, si alguien está puesto en Historia, encontrará deliciosamente irónica la de Fernando VII al recordar  la ruinosa compra al Imperio Ruso que el Rey Felón hizo de cinco navíos de línea y tres fragatas, entregados a España en tal estado de podredumbre que hubo que mandar el paquete completo al desguace sin poder llegar a usarlo nunca.
 
El jabeque Tajo en una ilustración anónima dieciochesca (Real Biblioteca de Patrimonio Nacional) 
 
Pero, obviamente, las estrellas del museo son las falúas: nadie que llegue al Jardín del Príncipe, donde se alza el museo, se imagina siquiera lo maravillosas y fotogénicas que resultan. Decía antes que Fernando VI creó la Escuadra del Tajo, pero fue un predecesor de la dinastía anterior, la Habsburgo, quien introdujo la costumbre en España: Felipe IV, que en 1639, decidió sumarse a la moda de traer naves italianas -de Nápoles concretamente- para navegar por el estanque del Retiro. 
 
Un incendio durante la Guerra de la Independencia acabaría con todas excepto una: la que encargó su hijo Carlos II en 1683 al virrey napolitano. Terminada su construcción un lustro después, se le envió desmontada junto con otra llamada "de Flores o barca larga", así como con un bergantín y una faluca. Todas esas embarcaciones eran igual de fastuosas, obra del arquitecto romano Filippo Schor, contratado por el virrey Gaspar Méndez de Haro y Guzmán. 

Falúa Real de Carlos IV (Patrimonio Nacional)
 
La mano de Schor se deja notar, pues había alcanzado renombre colaborando con su padre en la decoración de dos célebres palazzos, el Quirinale y el Colonna (aunque era multidisciplinar y lo mismo ejercía de ingeniero militar que de escenógrafo). En ese sentido, la góndola que hizo para Carlos II -la vemos en la imagen de cabecera- es un alarde decorativo del estilo barroco tardío, con ricas tallas de madera dorada sobre fondo verde (originalmente negro, como en Venecia) de las que destacan una sirena sosteniendo el escudo real, en la proa, y un león alado con cola de pez portando un cetro, en la popa. El resto son tritones, nereidas y animales marinos, además de motivos vegetales.
 
A pesar de que sus medidas son modestas (diecisiete metros de eslora), adaptadas a su uso fluvial, la góndola parece grande cuando se la ve in situ -y sin apenas gente estorbando, al menos cuando fui yo- y además emociona no sólo el que sea la embarcación de recreo más antigua que conserva Patrimonio Nacional sino también la única superviviente de la época de los Austrias. En 1724, el efímero Luis I se la regaló a su padre, Felipe V, que vivía recluido en el Palacio de La Granja, y allí se guardó hasta su traslado a Aranjuez en 1966; que por cierto es el año en que nací yo, algo que no viene a cuento pero que me hizo verla con ojos especialmente cómplices.

Vista del puente llamado de Barcas y de la falúa real, obra de Fernando Brambrila (1830) (dominio público en Wikimedia Commons)
 
La siguiente, cronológicamente hablando -lo que repercute en un estilo claramente distinto-, es la que se construyó en Cartagena a principios del siglo XIX para Carlos IV. Su principal característica es que el casco está adornado, a lo largo de  sus once metros y medio de eslora, con escudos de los reinos de España; el nacional, flanqueado por delfines y apoyado en una cabeza de Medusa, ornamenta la popa, mientras que la proa está ocupada por un amorcillo dorado con una alabarda y sobre una ostra gigante; cuatro figuras de la Fama, también en dorado y tocando trompetas, sostienen el toldo del pabellón. El pintor Fernando Brambila la representó en uno de sus cuadros.
 
De Fernando VII no sólo hay cuna; también una falúa, en este caso con delfines entrelazados en la proa, un escudo laureado en la popa y un toldo cuya decoración alterna mariposas y guirnaldas. Al fin y al cabo, la navegación de recreo experimentó un nuevo impulso al ordenar el rey en 1816 que se se reconstruyese la Escuadra del Tajo para celebrar el enlace matrimonial con su sobrina, la portuguesa María Isabel de Braganza; sin embargo, ésta no tuvo tiempo de disfrutar de la embarcación porque falleció dos años después, así que sería la última mujer, María Cristina de las Dos Sicilias (otra sobrina), la que más navegó en ella, sobre todo al quedar viuda.
 
Embarque real en el Estanque Grande del Buen Retiro, pintura de José Ribelles y Helip mostrando a Fernando VII e Isabel de Braganza en una falúa (dominio público en Wikimedia Commons)
 
La hija de María Cristina fue Isabel II, a quien la ciudad de Mahón regaló en 1861 su propia falúa, como indican un letrero dorado a popa, si bien su construcción se llevó a cabo en El Ferrol a lo largo de dos años. Se movía mediante catorce remos y el pabellón es de damasco amarillo, bajo el cual un asiento acolchado remata su respaldo con las Columnas de Hércules y la corona real. 
 
Cabe añadir que la reina contaba con otra falúa más, de madera de caoba y refuerzos de bronce dorado, que en 1881 sería usada por su hijo Alfonso XII en la Casa de Campo. Claro que a Alfonso XII también le regaló una la ciudad de Ferrol en 1879: tenía once metros y catorce remos, siendo empleada sobre todo durante las vacaciones estivales en San Sebastián, por entonces el lugar de veraneo de la monarquía española. 
 
Falúa de Isabel II (aranjuez.com)
 
Si la embarcación de mayor belleza del museo es la de Carlos II, el adjetivo de más original recae sin duda sobre una de dimensiones algo achaparradas que lleva un templete cuadrado. Se cree que posiblemente se la regalase un veneciano a Felipe V. Después la restauró Amadeo de Saboya, quien la usó como boya fija. 
 
¿Alguien se queda con ganas de más? ¿Quiere hacerse una idea de cómo eran aquellas apacibles singladuras al son de Boccherini o Farinelli? No hay más que echar un vistazo a las pinturas, que muestran a las embarcaciones en pleno uso, y dejar volar la imaginación. O, mejor aún, acercarse a Aranjuez y visitar el museo; tiene la ventaja de verlo todo in situ y, al menos cuando fui yo, sin apenas gente.
 
La falúa del templete (aranjuez.com)


Imagen cabecera: góndola napolitana de Carlos II (Patrimonio Nacional)

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