El Cañón del Colca

 


A vista de satélite, el Cañón del Colca asemeja una gran herida en la piel de la tierra peruana, una brecha profunda causada por un arma blanca de dimensiones cósmicas que cicatriza por sus extremos pero se mantiene abierta en su parte central, esperando la costura de un hilo imposible. Pero si uno asume el papel de microbio y se adentra entre sus paredes, la percepción cambia, dulcificándose y pasando a ser una experiencia intensa que no resulta sólo de lo material sino también de lo sensitivo, de las emociones mismas.

Cuando planeé el viaje a Perú tenía claro que no podía dejar pasar un sitio así por varios motivos. Primero, es conveniente alternar visitas a sitios arqueológicos con conocer otro tipo de lugares, como los naturales, aunque sólo sea por variar y no saturar la mente monotemáticamente en un país que rebosa ruinas y monumentos por los cuatro costados. Segundo, para llegar al valle del Colca es necesario ascender antes las alturas que flanquean sus bordes, oportunidad única para pisar tierra a unos cinco mil metros sobre el nivel del mar sin más esfuerzo que el que permita el soroche. Tercero, la excursión dura como mínimo un día entero, lo que obliga a pernoctar en Arequipa y libera de conducir durante ese tiempo. Y por último, y más importante, la experiencia no se reduce a contemplar el paisaje sino que ofrece un puñado de posibilidades diversas, como veremos.

El Cañón del Colca a vista de satélite (Wikimedia Commons)

Hay que pagar un precio por todo y el peor en este caso no era tanto el importe de la excursión contratada (que incluía, vehículo, conductor, guía y comida) como el tener que madrugar a horas prohibidas, cuando al sol aún le faltaba mucho para desperezarse y Arequipa, donde pernocté, seguía durmiendo. De hecho, no llegué a acostarme porque llegué muy tarde a la ciudad, tras una larguísima jornada desde Nazca con sus correspondientes paradas para sobrevolar las líneas, conocer las momias, el cementerio y, más adelante, la Reserva Nacional de Paracas y venían a buscarnos para partir a las 2:30. 

Todo un maratón que había de prolongarse aún, pues alcanzar el cañón llevaba su tiempo: nada menos que tres horas y media, durante las que que hay que atravesar la ciudad recogiendo a otros pasajeros, rodear el impresionante suburbio chabolero sin urbanizar cuyos límites se pierden en lontananza, devorar kilómetros y kilómetros de carretera y, finalmente, subir por una sinuosa calzada que amenazaba castigar mis entrañas. 

Por una vez, salvé esta última situación con una eficaz combinación de Biodramina y sueño, ya que realicé el trayecto en los asientos traseros de la furgoneta que nos llevaba, entregado a los siempre acogedores brazos de Morfeo. Periódicamente, un bache o un claxon me despabilaban de la somnolencia- soy incapaz de llegar a sueño propiamente dicho si no me puedo tumbar-, pero no se puede pedir todo.

Llegada a Chivay con las primeras luces de la aurora

Desperté casi al mismo tiempo que el cielo empezaba a clarear, cuando nos detuvimos junto al pétreo arco de entrada del geoparque -así está catalogado- para desayunar en Chivay, en el restaurante El remanso del Colca. Hacía frío y el café fue bienvenido, casi tanto como el sobrecito con hojas de coca que suele acompañarlo en casi todo el territorio peruano para ayudar a afrontar el mal de altura. 

Luego, a unos siete kilómetros, vimos el primer pueblo del itinerario previsto, Yanque, donde la imponente mole nívea de la iglesia barroca de la Inmaculada Concepción jibariza todo lo demás y lo hace con la suficiencia que le conceden sus preciosas portadas de barroco mestizo. Hay un mercadillo artesano con lanas de vivos colores e indias -es tierra de collaguas y cabanas- vestidas con su traje tradicional alternando bailes folklóricos callejeros con la oferta de fotos junto a llamas y alpacas, que esperaban su turno masticando despreocupadamente; también había halcones y búhos. 

Portada del crucero de la iglesia de la Inmaculada Concepción, en Yanque

Volvimos a la carretera, buen ejemplo de lo que en África denominan, con sorna suprema, masaje africano (es decir, una calzada llena de baches y piedras sueltas que le hacen a uno ir pegando saltos sin parar, como las cabezas basculantes de aquellos perros que se ponían en la bandeja del automóvil en los años setenta), y atravesé un túnel, a cuyo término parece abrirse todo un mundo de proporciones desmesuradas, como si estuviera compuesto sólo por panorámicas o se extrajese de la urbe cósmica de un cuento de Lovecraft. 

El objetivo era la Cruz del Cóndor, un risco situado a 3.800 metros y coronado, obviamente, por el símbolo cristiano -dos sencillos maderos envueltos en cintas de colores y la cabeza de un Cristo-, aunque lo verdaderamente interesante de ese sitio es el mirador desde el que se puede contemplar el majestuoso vuelo de los cóndores. Consiste en una plataforma de piedra en forma de S y colgada sobre un abismo, desde la que se pierde el sentido de las proporciones del paisaje; así, quien no cuente con unos prismáticos o el teleobjetivo de una camara no se percatará de que los minúsculos puntitos blancos que tachonan aquí y allá la ladera vertical de enfrente no son rocas sino galpones: las colcas o graneros que dan nombre al valle y al río.

La Cruz del Cóndor

Suele decirse que no se garantiza la visión de los cóndores, al fin y al cabo animales salvajes que pueden decidir pasar el día sin mostrarse, por muchos turistas que se congreguen para verlos, o incluso pasar desapercibidos entre las nubes, en caso de mal tiempo. Es un mantra que conviene repetir una vez y otra porque siempre hay algún obnubilado en quejarse y exigir la devolución del dinero si tiene la mala suerte de que le pase a él, y no es algo exclusivo de Perú sino de cualquier sitio donde la naturaleza se niegue a plegarse a la civilización. 

Afortunadamente, si las ballenas me fueron esquivas en Costa Rica y los leones macho en África, los cóndores del Colca aparecieron puntuales a su cita, planeando majestuosamente sobre las cabezas de la concurrencia, a la que la arrancaban exclamaciones de asombro cuando descendían lo suficiente como para verlos con detalle. Sólo faltaba sonar de fondo la canción El cóndor pasa; menos mal -toquemos madera-que no parece habérsele ocurrido aún a ningún gestor turístico colocar allí unos altavoces.

Un cóndor macho con su característica cresta (chrisbeez en Pixabay)

Vultur gryphus es el nombre científico de un ave de la misma familia que los buitres; al igual que ellos, es calva y tiene la característica bufanda blanca en el cuello, además de ser también carroñera. Asimismo, su silueta es muy parecida, sólo que de mayor tamaño: alcanza una envergadura superior a tres metros  por casi uno y medio de alto. Aunque su tasa reproductiva resulta baja, con un huevo cada dos años, los cóndores resultan muy longevos, pues pueden vivir hasta setenta y cinco años (en cautiverio). Cuando les llega la hora de morir, si atendemos al mito inca, el cóndor (nombre que proviene del quechua kuntur) lo nota y entonces se precipita voluntariamente, sin batir las alas, por alguno de los profundos precipicios que abundan en los Andes, reuniéndose con las montañas para renacer en un ciclo vital continuo; y necesario, pues era el cóndor el encargado de proporcionar energía al sol para salir cada mañana.

Desde el mirador es prácticamente imposible percibir la cresta característica que ostentan los machos, salvo que se disponga de unos prismáticos y el ave en cuestión haga algún vuelo rasante sobre la balaustrada, todo lo cual no quita un ápice de emoción a la experiencia de observar. Al igual que pasa con la fauna en general, uno puede pasarse horas mirando con fascinación, en espera de no se sabe qué. Pero los planes son los planes y todavía nos quedaban muchos rincones por visitar, así que finalmente nos despedimos de la media docena de cóndores que tuvieron a bien deleitarnos y volvimos al camino, a los baches, al túnel.

El cóndor, sobrevolando sus dominios

Allí hicimos una parada en la cuneta para asomarnos a un abismo desde el que se apreciaban espectaculares vistas del cañón. Era una zona algo más baja, con sus laderas menos verticales, lo que ha aprovechado la mano del Hombre para moldearlas habilitándolas como terrazas agrícolas escalonadas. En ese punto, donde el paisaje asemeja una descomula acrópolis rebosante de propileos, aprovechó nuesta guía indígena para desgranar algunos datos de enciclopedia: el valle del Colca se extiende por 11.990,24 kilómetros cuadrados de superficie, alcanzando un centenar y cuarto de longitud más 3.400 metros de profundidad (con puntos que llegan a 4.100, sólo superado por el chino de Yarlung Tsangpo), medidas que lo hacen mayor que el más famoso del Colorado, por ejemplo.

El río Colca empezó a excavarlo hace 10 millones de años, si bien su acción erosiva se vio incrementada por la orogenia andina que llevaba actuando un 140 millones antes. El deshielo de los glaciares durante el Cuaternario le dio su aspecto actual, junto con la actividad de los cercanos volcanes Sabancaya y Hualca Hualca a lo largo del último millón de años. Yo mismo pude otear en el horizonte, difuminada por el sol y la distancia, la silueta de algún que otro pico nevado; de hecho, los 5.597 metros azulados del Mismi -una de las fuentes del Amazonas- se alzan dominando sobre Chivay, la localidad donde desayunamos.

Terrazas en el valle

El Hualca Hualca lo hace sobre Maca, nuestra siguiente etapa. Es una localidad con nombre de planta que los indígenas tomaban para potenciar la fertilidad. Eran los cabanas, en concreto, que se instalaron en el valle expulsando a los pobladores originarios y se diferenciaban de otras etnias por el tipo de deformación craneal que realizaba cada una. Cuando los españoles les prohibieron esa práctica, cada pueblo recurrió a un modelo de sombrero diferente para distinguirse. Maca es un sitio que parece anclado en el siglo XVI, con sus casas bajas balconadas y una iglesia de piedra blanca, la de Santa Ana, cuya enorme puerta abre paso a una gran nave con crucero y arcos fajones policromados. Los altares resultan sincréticamente curiosos, con figuras de santos enguantadas y tocadas con sombreros, amén de un Cristo de larguísima melena por la cintura.

De Maca pasamos a Soncayo, otra aldea con nombre de planta, en este caso un tipo de cactus denominado comúnmente sancayo (corryocactus brevistylus), en la que se repite la habitual estampa de iglesia, mercadillo callejero e indias ofreciendo fotos con alpacas. Pero aquí había una novedad: en algunos puestos se elaboraba, batidora en mano, una bebida verde denominada colca sour, en alusión al célebre pisco sour. Como se puede deducir, si este último es un cóctel a base de pisco (aguardiente de uva), zumo de lima, azúcar y clara de huevo, su variante colqueña sustituye la lima por el agrio zumo de sancayo. Cada uno elegirá su preferido pero, al menos, el colca sour no desatará la polémica reivindicación de origen del otro, en dura pugna entre Perú y Chile.

Interior de la iglesia de Santa Ana, en Maca

 

Así llegó la hora de dirigirse a La Calera para darme el capricho de tomar un baño termal. Las aguas brotan de la tierra a 85º, debido al calor del volcán Cotallumi, y se canaliza su descenso por pequeños acueductos hasta una piscina, a donde llega ya debidamente enfriada. Es un decir, claro, pues queda a 40º, lo que hace recomendable no bañarse durante demasiado tiempo, salir si produce malestar y procurar evitarla si se sufren ciertas enfermedades -ha habido algún fallecimiento- o hay un embarazo de por medio. En cambio yo, que soy adorador del agua caliente, disfruté enormemente de la experiencia y casi hubo que arrastrarme fuera de aquella pileta color turquesa. Al final, ante la amenaza de irse sin mí, no tuve más remedio que desear uj hasta pronto, recoger mis cosas de las curiosas taquillas de madera policromada y retomar la dura vida del turista.

Eso sí, era por una buena causa: comer, algo que llevaba sin hacer desde hacía más de veinticuatro horas. Fue de nuevo en El remanso del Colca, donde tuce ocasión de probar cosas inéditas como las croquetas de quinoa, la carne de alpaca o la chicha morada (una bebida hecha con una variedad local de maíz de ese color); la sopa criolla ya la había probado unos días antes y no sólo volvió a caer sino que desde entonces la comemos en casa de vez en cuando.


La piscina de La Calera y sus taquillas policromadas

Restauradas las fuerzas, empezaba a caer la tarde y había que emprender el regreso a Arequipa que, recordemos, dura unas tres horas y media. Algo más si se tiene en cuenta que hicimos un par de paradas durante el trayecto. Una en el Mirador de los Andes, a 4.910 metros de altitud, batido por un viento frío e inmisericorde que arrasa el terreno, allanándolo; no hay que dejarse engañar por las docenas de apachetas o montículos de piedras que dejan los turistas, seguramente sin saber que ese tipo de ofrendas ya las hacían los indios en otros tiempos. La desolación es tal que la mayoría vuelve al vehículo cuanto antes, aunque todos nos hacemos la preceptiva foto junto al cartel para dejar constancia de cuál es la máxima cota alcanzada (al menos de momento).

Es posible que subiéramos un poco más -¿quizá a 5.000?- un par de minutos después, cuando nos detuvimos otra vez por una causa excepcional: que unos compañeros de viaje latinoamericanos se bajaran para tocar y jugar un poco con la nieve, que nunca habían visto en vivo. Baño de realidad: evidentemente, se sorprendieron al descubrir que no es tan idílica como parece en imágenes; su frialdad y el hecho de mojar al tacto acaso redujo la emoción y en breve, tras las pertinentes fotos, ya estaban instalados en sus asientos para proseguir. 

Nieve en el Mirador de los Andes

Iniciamos el descenso por la Puna, llanura altiplánica inmensa, pelada, batida por el viento, donde la carretera era obstaculizada a trechos por rebaños de alpacas, en una estampa que recuerda bastante a lo que suele ocurrir en Escocia con las ubicuas ovejas. La lana blanca de esos camélidos, entre los que descollaba algún que otro ejemplar de tono marrón oscuro que, supongo, muy podría equivaler a la oveja negra, se sumaba al pardo claro de las esbeltas vicuñas que pastaban libres algo más lejos, con un perfecto telón de fondo: los 5.822 metros cónicos y azulados del volcán Misti.

Pasadas las horas devorando kilómetros, entramos en el área metropolitana de Arequipa casi en paralelo a un divertido trenecito cargado de mineros que también regresaban, en su caso de una dura jornada laboral. A mí me esperaba un baño caliente y un mullido colchón en el Hotel Casona Arequipa, donde debía recuperar fuerzas para, al día siguiente, presentar honores a la Dama de Ampato.

Alpacas en la Puna

Fotos: JAF

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