La llamada de Ixchel desde Isla Mujeres
Nada más pisar Cancún, donde iba a pasar dos o tres días recuperándome del intenso viaje por México, empecé a oir la llamada de Ixchel: melosa y seductora, a cantarina media voz, como siempre imaginé que las sirenas entonaban sus embriagadoras melodías para atraer marinos incautos, pero con la diferencia de que aquí no se trataba de un ser menor de monstruosa aunque bella naturaleza sino de toda una diosa.
Ixchel, la deidad del amor, el tejido y la medicina para los mayas y cuya imagen se plasmaba en la Luna como esposa del Sol, también tenía eventualmente esa faceta maligna de los citados seres griegos, por lo que a menudo era representada en forma de horripilante anciana con una serpiente en la cabeza y una falda de huesos, vaciando cántaros de ira sobre el mundo.
El principal santuario para sus adoradores estaba en el templo de Cuzamil, en la isla de Cozumel, a donde se trasladaban las canoas de peregrinos desde el puerto de Pole, hoy rebautizado Xcaret y transformado en parque temático. Sin embargo, Ixchel tenía otro lugar de culto en Isla Mujeres: como ven en la foto, un alargado pedazo de tierra de apenas ocho kilómetros de longitud que parece flotar sobre el Caribe, frente a la costa de la península del Yucatán, a unos veinte minutos de viaje desde Cancún.
El curioso nombre se lo dio Francisco Hernández de Córdoba en 1517, cuando desembarcó allí y encontró numerosas esculturas de inconfundibles formas femeninas. Se trataba de los exvotos que dejaban allí las creyentes mayas, que celebraban en tan apartado lugar el paso de la infancia a la adolescencia en presencia de una divinidad que precisamente propiciaba la fertilidad. Por desgracia, no se conservan esas estatuas de piedra y el lugar también fue perdiendo ese carácter sagrado a lo largo de sucesivas ocupaciones, desde famosos piratas que instalaron allí su refugio a los turistas actuales, pasando por traficantes de esclavos, militares aliados que establecieron una base en la Segunda Guerra Mundial... Hasta Kukulkán se empeña en castigar a Ixchel periódicamente por su maldad, soplando para arrasar su casa con lo que más prosaicamente llamamos huracanes. Palabra nativa, por cierto, incorporada al castellano.
Marta, al timón del Saga Boy Too |
Y en la popa, preparada para ponerse las aletas y practicar snorkel. |
El barco arribó en una tranquila playa de arena blanquísima y cocoteros que protegían con su sombra la terraza del restaurante donde íbamos a comer. Pero antes tuvimos tiempo de nadar entre tiburones. Bueno, nadar no porque hacíamos pie. Y además sólo había un escualo. Y, encima, pequeño e inofensivo: lo habían encontrado arponeado aunque aún vivo y ahora estaba recuperándose en una zona acotada ex profeso; el dinero que recaudaban permitiendo acariciarlo se empleaba en financiar su recuperación. No era como sumergirse con un tiburón blanco sudafricano, como tampoco hacerlo junto al tiburón ballena que tanto abunda por esa zona del Caribe, ni podía suplir la visita -lamentablemente no incluida- a la Cueva de los Tiburones Durmientes, (un rincón de Isla Mujeres también conocido como Los Cuevones donde esos peces quedan aletargados por el alto contenido en oxígeno del agua, permitiendo a los submarinistas moverse entre ellos sin peligro), pero por algo se empieza.
Después de la miniaventura, el catamarán siguió viaje y atracó en la playa de Downtown, el núcleo urbano local, situado en un extremo de la legua de tierra. La mayoría de la gente opta por quedarse allí mismo, bañándose entre las embarcaciones y el pantalán de madera. Yo, aunque no disponía de las dos horas necesarias para recorrer la isla de punta a punta, decidí al menos dar una vuelta por el pueblo.
Resulta pintoresco por la cantidad de tiendas y puestos callejeros dedicados casi exclusivamente a la venta de souvenirs, aunque, como siempre se puede encontrar algo original, no perdoné un helado de Ferrero Rocher, admiré los numerosos grafittis de las paredes y pude ver cómo unos pescadores exhibían su más reciente trofeo en el paseo marítimo: un gigantesco pez espada que, con su plateada magnificencia muerta, sólo podía despertar compasión, colgado de una cuerda e infamemente expuesto a una vociferante multitud de curiosos, como un ahorcado.
Para otra ocasión quedó acercarme hasta la hacienda Mundaca, construida en el siglo XIX por el pirata y esclavista Fermín Mundaca y Marechaga para una indígena de la que se enamoró y que, al parecer, le rechazó. El tipo se puso gravemente enfermo y, a la manera de los faraones, mandó excavar su propia tumba para cuando muriese; pero al final le trasladaron al hospital de Mérida, donde falleció sin que su cuerpo retornase a su predio, por lo que el sepulcro permanece tristemente vacío.
Rincones curiosos de Downtown |
Resulta pintoresco por la cantidad de tiendas y puestos callejeros dedicados casi exclusivamente a la venta de souvenirs, aunque, como siempre se puede encontrar algo original, no perdoné un helado de Ferrero Rocher, admiré los numerosos grafittis de las paredes y pude ver cómo unos pescadores exhibían su más reciente trofeo en el paseo marítimo: un gigantesco pez espada que, con su plateada magnificencia muerta, sólo podía despertar compasión, colgado de una cuerda e infamemente expuesto a una vociferante multitud de curiosos, como un ahorcado.
Curiosidad ante un imponente pez espada |
Para otra ocasión quedó acercarme hasta la hacienda Mundaca, construida en el siglo XIX por el pirata y esclavista Fermín Mundaca y Marechaga para una indígena de la que se enamoró y que, al parecer, le rechazó. El tipo se puso gravemente enfermo y, a la manera de los faraones, mandó excavar su propia tumba para cuando muriese; pero al final le trasladaron al hospital de Mérida, donde falleció sin que su cuerpo retornase a su predio, por lo que el sepulcro permanece tristemente vacío.
La reencarnación del pirata Mundaca, de regreso. Al fondo, Cancún. |
En cuanto a Ixchil, no se dignó comparecer. Quizá no quería un varón en su particular gineceo sagrado o puede que su canto sólo fuera una ilusión. De todas formas, las ruinas del santuario, que se alzaban en el extremo sur insular, han sido sustituidas por un faro y lo único remotamente parecido a aquel conjunto de imágenes de piedra descubierto por Hernández de Córdoba -que tiene su monumento- es el Museo Subacuático de Arte, una especie de asombrosa gliptoteca bajo la superficie marina.
Fotos: JAF y Marta B.L.
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