Parque Nacional Madidi; el rincón de la Amazonía en Bolivia


Dentro del placer que supone viajar hay algunos inconvenientes, de los que quizá los menores sean el tener que madrugar atrozmente, curiosa ironía, y el caer enfermo. El primero es válido en cualquier sitio y se asume como un precio extra a pagar porque significa levantarse a horas intempestivas no para trabajar sino para divertirse. El segundo constituye una especie de peaje que, en mi caso, asumo casi como inevitable cuando voy a un país lejano y debo recurrir al tren o al avión, donde la ley de Murphy hace que siempre me toque compartir asiento con un griposo, tal como me pasó cuando fui a Bolivia y el pasajero de al lado apareció estornudando a los cuatro vientos, compartiendo amablemente sus virus conmigo.

El Parque Nacional Madidi. Extensión y ubicación (relcomlatinoamerica.net)

En otras palabras, aquel día en La Paz en que abandoné la calidez de la cama del hotel antes del amanecer para volar a la selva, arrastraba un fuerte catarro que combinaba un intempestivo dolor de cabeza con un goteo continuo de nariz y amenazaba con arruinarme una de las jornadas que con mayor ansiedad esperaba desde hacía años. Tiempo atrás había planificado un viaje a la Amazonía brasileña que finalmente tuve que descartar por razones presupuestarias y ahora que se me presentaba la oportunidad de compensar aquella frustración visitando Madidi, la región amazónica boliviana, me veía en esas molestas condiciones. Queda, eso sí, el grato e insólito recuerdo de uno de los conserjes del hotel yendo personalmente a una farmacia cercana para traerme un antigripal; y como es de bien nacidos ser agradecidos, reseño aquí al personal del Casa Grande que más de un lustro después sigue enviándome amablemente una felicitación por mi cumpleaños y otra por Navidad.

Primeras luces en La Paz, al embarcar
 

El sol seguía durmiendo cuando atravesé la ciudad hacia la meseta que la domina -en cuya cima se ubica el aeropuerto, aunque los más madrugadores ya empezaban a verse por las calles, cargando con enormes sacos de plástico en los que llevaban sus mercancías al mercado. Afortunadamente, la espera en la terminal fue breve y enseguida, prácticamente a la vez que el cielo empezaba a clarear, embarqué en un avión de la compañía Amaszonas; era un bimotor turbohélice Fairchild Swearingen Metroliner, muy pequeño, de diecinueve asientos repartidos en sólo dos filas (una a cada lado de la ventanilla), por cuyo interior hay que andar encorvado; el tipo de nave adecuada para un viaje de aventura. El vuelo fue rápido y por la ventanilla, entre las nubes bajas de la mañana, pronto dejé de ver la abrupta orogenia que caracteriza el suelo de Bolivia para contemplar el característico tapizado verde del paisaje que me esperaba.

 

La Amazonía boliviana a través de una no muy limpia ventanilla de avión

Aterrizamos en un aeródromo que parecía atenerse a todos los tópicos: pertinaz hierba creciendo entre las grietas de una pista marronácea; vacas deambulando tranquilamente por ésta; un perro durmiendo a la puerta de la oficina de la autoridad aérea; una minúscula terminal donde un contenedor rebosaba docenas de paraguas por si las lluvias tropicales... También estaba el impactante cambio climático, pues dejé la decena de grados de las alturas paceñas y al desembarcar me envolvió una bocanada de calor y pegajosa humedad que me acompañaŕía toda la jornada. Varios todo-terrenos trasladaron en pocos minutos a los escasos pasajeros al centro de Rurrenabaque, el punto turístico que sirve de base para visitar la región. Con menos de veinte mil habitantes, calles sin apenas tráfico y casas bajas agrupadas en medio centenar de manzanas, esa pequeña ciudad se asienta en la ribera del río Beni sobre lo que hace siglos era territorio arahuaco.

La terminal de Rurrenabaque

Pero ése no era el destino sino únicamente la base de partida. La sequedad ambiental de la cabina del avión aplacó mi nariz durante el vuelo pero ahora, revividos, los virus retomaban su fiesta y me obligaban a tirar de pañuelo cada medio minuto. Me tomé otra pastilla mientras desayunaba en la pastelería París, un galpón de techo de uralita cuyo aspecto exterior no concordaba con las deliciosa bollería elaborada in situ que sirve. Luego, intentando sobreponerme a la adversidad, bajé al embarcadero fluvial para empezar lo bueno propiamente dicho. El río constituye el principal canal de comunicación en aquel entorno selvático; no en vano alcanza los 1.178 kilómetros de longitud, teniendo su anchura máxima precisamente a su paso por Rurrenabaque, con 1.069 metros. Es poco profundo y no supera los 21,3 metros, pero la mayoría de las embarcaciones que lo transitan son de escaso calado.

  

El río Beni a su paso por Rurrenabaque

 

Embarcando

Provisto del reglamentario chaleco salvavidas, embarqué en una canoa motorizada de larguísima eslora y carpa atechante que, serpenteando por múltiples meandros de pardas y turbias aguas, repletas de aves acuáticas y en las que ocasionalmente nos cruzábamos con pescadores a red, pasó del Beni al Tiuchi y me introdujo en el Parque Nacional Madidi, el destino estrella de la zona. Era, por fin, la ansiada Amazonía boliviana, en cuyos 800.000 kilómetros cuadrados se ubican también otras áreas de interés, algunas colindantes, dividiendo artificialmente lo que la Naturaleza ha creado de continuo. Tras una hora y media de navegación desembarcamos en Caquiahura, donde se iniciaría el recorrido a pie por la selva. Para entonces, el catarro me había concedido una tregua o quizá era que no pensaba en él, estando mi mente demasiado ocupada en disfrutar del nuevo entorno.

Los árboles móviles. En realidad no caminan sino que van generando nuevas raíces a medida que se desprenden de las viejas

Dado el poco tiempo disponible, realicé un trayecto por un sendero abierto a través de la exuberancia selvática, topándome cada poco con una sorpresa: un tronco caído del que brotaban cientos de setas, un árbol que puede desplazarse con sus raíces en busca de más luz (Socratea exorrhiza), la clásica hilera de hormigas transportando hojas... Así lleganos ante un imponente farallón horadado por infinidad de agujeros que aprovechaba como viviendas una colonia de guacamayos; nuestro guía, un indio tacano local, nos tuvo allí un buen rato para que escuchásemos la algarabía de los pájaros y el silencio que se hacía instantáneamente, cuando se recortaba en el cielo la amenazadora silueta de una arpía (que nadie se ponga nervioso; no es el personaje mitológico sino un tipo de águila).

Dos guacamayos

Después le seguimos el rastro a varios animales que habían dejado sus huellas en el barro: un ungulado tras el cual se dibujaban las inconfundibles marcas de un depredador. Probablemente éste se nos adelantó, buscando un rincón seguro donde degustar su presa a salo de los molestos intrusos; en cualquier caso no tuvimos suerte, como tampoco la hubo cuando el guía trató de hacer salir del follaje una serpiente o sólo él fue capaz de distinguir la enorme araña que se ocultaba entre las sombras de la vegetación. Ésta es la realidad de intentar tratar de tú a tú a la vida salvaje aunque, como decía Delibes, en ese tipo de contexto la satisfacción no se alcanza por el éxito sino por la mera experiencia.

Setas sobre un tronco
 

Y toda una experiencia fue también la comida. La hicimos en el Albergue Ecológico San Miguel del Bala, un proyecto de ecoturismo comunitario que es propiedad del pueblo tacano local. Los tacanos o totanas ya habitaban el entorno del río Beni cuando el signo de los tiempos empezó a alterar su tranquila existencia: primero llegaron los incas a someter su territorio al Tahuantisuyo, después los franciscanos españoles para evangelizarlos y finalmente los criollos en busca de la explotación de las riquezas naturales de la Amazonía (caucho, quina). Hoy tratan de armonizar en el Parque Nacional Madidi su estilo de vida tradicional con el moderno a través de ese puñado de cabañas de madera para visitantes, gestionadas exclusivamente por personal de su etnia.

El pescado se conserva dentro de un paquete de hojas, a su vez introducido en un tubo de bambú hasta el momento de cocinarlo
 

Listo para degustar
 

Pero hablaba de comer y allí nos ofrecieron una combinación de gastronomía tacana y de la región en general, pródiga en verduras pero también en carnes -res, pollo- y, sobre todo, pescado, como cabe esperar de la poderosa presencia del río. Los pescados se conservan de una forma muy curiosa: envueltos en grandes hojas que forman una especie de paquetes, los cuales se introducen en tubo de bambú; cuando se saca uno para cocinarlo, aún está fresco. Y luego está la sobremesa, que nos llevó hasta la aldea -apenas treinta y cinco familias, doscientos cincuenta habitantes, pero con su escuela, su iglesia y su campo de fútbol- para rematar la sesión con una bebida de caña de azúcar; recién cortada a machete y prensada in situ con un ingenio de tracción humana en el que uno mismo empuja, en plan Conan el bárbaro.

La prensa

Se acababa lo bueno. La canoa me esperaba en el Beni para volver a Rurrenabaque y, debido a que llegamos algo justos de tiempo, hubo que recurrir a un singular servicio típico del lugar para ir al aeródromo: la moto-taxi, en la que el pasajero va de paquete agarrado al conductor. Luego, despejaron de vacas la pista y mientras, a modo de despedida, el catarro volvía a entrar en ebullición, embarcamos y pusimos rumbo a La Paz, atravesando una espeluznante tormenta eléctrica. La capital boliviana nos recibió con frío y lluvia para aprender a valorar adecuadamente lo que quedaba atrás. 

El mosaico fotográfico del Aeropuerto de La Paz

En detalle

Fotos: JAF

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