Louisette y la Plaza Concordia


Durante gran parte del día había ejercido la guillotina su siniestro oficio: todo lo que fue el orgullo de Francia en los pasados siglos, sus nombres más rancios, su sangre azul, pagaba el tributo al público deseo de libertad y fraternidad. (...) Cada día, cada hora, el odioso instrumento de tortura reclamaba sus numerosas víctimas -hombres, ancianos, mujeres jóvenes, niños pequeñitos-, hasta que llegara el momento de exigir, finalmente, la cabeza del rey y la de una hermosísima y joven reina.

La Pimpinela Escarlata (Baronesa Emma Orczy)

No hay imagen más simbólica y representativa de la Revolución Francesa que la guillotina. Si acaso la Bastilla, aunque como icono funciona mejor la máquina del doctor Guillotin (que en realidad no lo inventó él sino que propuso su aplicación sistemática para ejecutar a todos los reos de la misma forma, sin privilegios) y por eso una de las mejores escenas escritas por Alejo Carpentier en su novela El siglo de las luces es la de un barco francés arribando en 1792 a Sainte Domingue (Haití) con una guillotina en la proa, como metáfora de la revolución exportada. 
 
El caso es que Louisette, como Marat apodaba sarcásticamente a ese macabro artefacto, está estrechamente vinculada a un lugar de París cuyo suelo nadie pensaría hoy que se tiñó con la sangre de más de un millar de personas: la Plaza Concordia -irónico nombre-, pues allí se erigió el patíbulo hasta que en 1832 se trasladó a las inmediaciones de lo que hoy es el cementerio de Père-Lachaise y más tarde, en 1832, frente a la cárcel de La Roquette.

La ejecución de María Antonieta. Detrás, el Hôtel de la Marine

Llamada en francés Place de la Concorde, se trata de uno de los ejes urbanos más importantes de la capital de Francia, punto central de una cruz que enlaza, en un brazo, los Campos Elíseos con los jardines de Las Tullerías y, en otro, el río Sena con los edificios de la sede del Ministerio de la Marina y el Hotel de Crillon, entre los que asoma tímidamente la iglesia de La Madeleine. Aunque en plena efervescencia jacobina se la llamó Plaza de la Revolución, lo cierto es que Luis XV se la había encargado en 1754 a Ange-Jacques Gabriel, director de la Real Academia de Arquitectos y ganador del concurso convocado ad hoc; de hecho, una vez terminada en 1763, se colocó allí una estatua ecuestre de bronce representando a ese monarca, obra del escultor Bouchardon. Por entonces, el lugar era de forma octogonal y estaba rodeado por un foso.

Un boceto de Ange-Jacques Gabriel
 
Evidentemente, la figura fue derribada y fundida, al igual que las cabezas (bueno, éstas sin fundir) de Luis XVI, María Antonieta, decenas de aristócratas e incluso algunos líderes revolucionarios engullidos por el torbellino de los acontecimientos, caso de Danton y Robespierre. En su lugar se colocaría, más tarde, en 1836, el enorme obelisco que Mohamed Alí, gobernador de Egipto, regaló a Luis Felipe I procedente del templo de Luxor
 
Para ser exactos, Alí ofreció los dos existentes pero al final sólo llegó uno y mucho tiempo después, en 1981, Miterrand renunció oficialmente al otro; sin embargo, el intercambio resultó ventajoso porque el reloj que los franceses donaron para la Mezquita de Alabastro de El Cairo como compensación nunca llegó a funcionar, tal como conté en otro artículo.

Ejecución de Luis XVI. Detrás están el Hôtel de Coislin y el Hôtels de La Marine. A la derecha se aprecia el pedestal de la estatua derribada
 
El caso es que ahora, y pese a las reclamaciones de los egipcios, que desean recuperarlo, el obelisco decora el centro de la Plaza de la Concordia con sus veintisiete metros de altura y doscientas treinta toneladas de granito rosa, labrado con jeroglíficos y cartuchos de tiempos de Ramsés II y apoyado sobre una basa que ilustra cómo se hizo. Evidentemente, el brillante piramidión dorado no es original: se añadió en 1998. La última vez que estuve por allí tenían la intención de poner un gigantesco reloj de sol en el suelo, de forma que el obelisco marcara las horas; no sé si se llegó a hacer.

El obelisco y dos aristócratas despistados
Antes de llegar a la mitad del siglo XIX, la plaza, rebautizada Concordia para olvidar la locura del período del Terror, ya había experimentado la primera reforma a cargo de Jacques-Ignace Hittorff. Aunque conservó buena parte de lo diseñado por Gabriel, le cambió la planta por otra ovalada y añadió una serie de elementos decorativos que enriquecieron urbanísticamente el sitio, más allá de los bustos de Necker y Luis Felipe ya existentes. Así, en la parte exterior de la plaza se pueden ver ocho estatuas femeninas cada una de las cuales representa a una ciudad francesa: Brest, Burdeos, Estrasburgo, Lille, Lyon, Marsella, Nantes y Rouen. 

Ahora bien, son las fuentes monumentales las que le dan el toque especial y que ya había planeado Gabriel pero sin poder llevarlas a cabo por falta de agua. Flanquean el obelisco y están adornadas con profusión de esculturas humanas y animales mitológicos. La que se halla más cerca del Sena es la Fuente de los Mares, en la que los motivos son conchas y peces, más unos colosos y tres genios que simbolizan la navegación, el comercio y la astronomía. La otra, alineada con la rue Royale, es la Fuente de los Ríos, alegoría de la navegación fluvial, la agricultura y la industria a través de estatuas con forma de productos del campo y otras dos figuras que encarnan al Rin y al Ródano.


La Fontaine des Fleuves con la iglesia de La Madeleine al fondo

Una docena de artistas se encargaron de esculpir los conjuntos, de inspiración romana aunque con esa característica combinación de bronce verdoso y dorados tan habitual en París, que en la misma plaza se puede contemplar en las farolas que imitan columnas rostrales. Tendría gracia recordar la historia añadiendo un monumento en forma de guillotina; por supuesto, también de esos vistosos materiales, para rebajar el tono.

Fotos: Marta B.L. y JAF
Foto cabecera: Cristian Bortes en Wikimedia

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