Exeter. El primer viaje de Toni Kuakman (I)
¿Recuerdan las psicotrópicas aventuras viajeras de Toni Kuakman que publico cada verano? Tras las de Brasil y el sudeste asiático de años anteriores, este 2015 vamos a tener una nueva entrega de ese viajero inefable que nos anima las vacaciones con relatos de su puño y letra, tan inauditos como verídicos. En este caso cuenta sus comienzos en eso de deambular por el mundo con una visita a Inglaterra, experiencia por la que pasan muchos adolescentes enviados por unos padres que aspiran a que sus vástagos manejen el idioma de Shakespeare tanmalbien como el de Cervantes. Les dejo con la palabra del mismo Kuakman.
Estaba
a punto de superar esa mágica barrera de los catorce años y pronto
cumpliría quince, edad de sobra para vivir una buena aventura si
atendemos al joven capitán de la novela de Julio Verne. Pero si éste,
embarcado en un buque ballenero, tuvo la oportunidad de descubrir
paisajes exóticos y luchar contra piratas, yo tendría que conformarme
con el perenne cielo encapotado de las islas británicas y tratar con
tipos raros que conducen por la izquierda, usan un sistema de medida
diferente y beben un agua teñida llamada té. Bueno, atendiendo a su
Historia, es verdad que también se me presentaba ocasión de tratar con
piratas.
El caso es que me daba igual pasar la temporada estival
de la forma acostumbrada que probar por aquellos brumosos lares, así que
empecé a imbuirme de las costumbres inglesas adoptando un aire flemático
y acepté sin inmutarme el destino final elegido para aquellas seis
semanas, que resultó ser Exeter. Primer desencanto, ya que uno esperaba
algo más renombrado, como Londres, Liverpool, Manchester, Oxford,
Cambridge, Birmingham, Leicester, Leeds, Coventry, Sheffield, Bristol,
Nottingham, Plymouth, Southampton, Portsmouth, Bournemouth, Ipswich,
Brighton, Gloucester... Diablos, podría seguir nombrando urbes inglesas y
la última que se me ocurriría sería Exeter.
Plano dieciochesco de Exeter. Para Kuakman no ha crecido mucho más. |
Es una pequeña localidad del suroeste insular que apenas destaca por tener el ayuntamiento en uso más antiguo del país (los romanos ya se habían establecido allí), conservar restos de un castillo normando, presumir de una de las calles más estrechas que existen y haber dado nombre a uno de los cruceros que hundieron al alemán Graf Spee en la batalla del Río de la Plata. Punto. Por lo demás, de aquella no llegaba a cien mil habitantes así que mis esperanzas de cosmopolitismo se diluyeron. Eso sí, dada la escasez de gente no debía ser difícil encontrar una familia de acogida porque habría poco para elegir.
Si hubo tal dificultad o no es algo que ya no
importa. Lo interesante del asunto es que la familia que me tocó estaba compuesta
por anormales y su casa venía a ser como una pensión internacional. Se
trataba de un matrimonio que tenía dos hijos pequeños pero que engrosaba el núcleo habitacional alojando a más gente: un chico italiano y una chica francesa que, junto
conmigo, parecía que nos disponíamos a escenificar uno de esos chistes
clásico del tipo "va un español, un inglés y un francés..."
Fue llegar y besar el santo. Al primer
golpe de vista intercambiado con la madre, me di cuenta de que había mal rollo. Yo no
le gustaba, no sé por qué -quizá detestaba a los adolescentes, lo que siempre puede ser un atenuante-; pero
ella a mí tampoco. Y no sólo por su repugnante aspecto físico (treinta y tantos,
nariz aguileña, ojos minúsculos y un pelo color pajizo tan lacio que
superaba el vano esfuerzo de darle forma a base de rulos mal puestos que colgaban acá y allá), sino también por un aura de maldad que emanaba de
su persona y que, combinada con aquellos rasgos de su rostro, me hicieron
bautizarla inmediatamente como Miss Witch. Algo que ahora me viene muy bien apara hilvanar este relato porque no consigo recordar su nombre real.
El caso es que,
acorde a la descripción, la bruja me declaró la guerra desde el primer
momento, lo que no hacía con el italiano y la francesa, acaso porque
eran mayores que yo y, por tanto, más y mejor formados. O quizá debido a que eran pareja. El caso es que, como en una
novela de Dickens, a la hora de comer Miss Witch siempre me servía el
último y además me daba la ración más pequeña. No es que me importase
mucho, dado que la bazofia que cocinaba perpetraba cumplía puntillosamente todos los
tópicos de la infame gastronomía inglesa, pero era una demostración de que no
se trataba de mi febril imaginación. Lo pude comprobar también cuando
rechazó mi conciliadora ayuda para pintar el pasillo y, en cambio, aceptó la del
francés. O cuando indefectiblemente me cambiaba el canal que veía en la tele para empaparme del idioma. O
cuando daba alaridos de reprimenda a sus hijos si los veía jugar
conmigo, no así con sus otros inquilinos, como si fuera a contagiarles la peste. O cuando su perro, que se
llamaba Pepa (sic) pese a ser macho, se colaba en la casa (normalmente estaba
en el jardín) y el culpable de dejar abierta la puerta siempre era
yo.
Este pobre asturiano, exiliado temporalmente en la Pérfida Albión más profunda, creyó ver un atisbo de esperanza cuando a mis compañeros de estancia les tocó el momento de irse. Pensé que, así, Miss Witch no podría seguir comparándome con ellos, aunque la contrapartida era que me quedaba solo ante el peligro. Les hizo una cena de despedida en la que los tortolitos estuvieron tonteando, lo que en principio no tendría nada de especial de no ser porque la bruja se perfiló como la tercera en discordia, en un grotesco triángulo en el que corrían por la casa persiguiéndose entre risas y lanzándose agua. Superé aquel vomitivo trance como pude. Y aunque la cosa me supuso pesadillas nocturnas, no dude en esbozar una sonrisa pensando en un futuro mejor.
Pero no. A la mañana siguiente me levanté somnoliento y me dirigí automáticamente al baño, como todo el mundo, mas, la puerta no se abrió. Recordé que solía pasar cuando la báscula la entorpecía, así que di un violento empujón con el hombro y por fin cedió un poco. Introduje medio cuerpo para retirar el obstáculo y entonces me encontré con un espectáculo que aún no comprendo cómo no me creó un cuadro agudo de ansiedad. En realidad sólo lo percibí durante décimas de segundo porque inmediatamente salí corriendo en busca de algún refugio; y es que toparse casi de morros con un pubis velludo de inconfundible tono zanahoria y un parecido tan sospechoso como terrible con la estropajosa cabellera de mi anfitriona fue una experiencia traumática, capaz de poner de los nervios a cualquiera.
Nicole, a los ojos de Kuakman |
Todavía estaba desconcertado cuando oí pasos detrás de mí e hizo acto de presencia una desconocida. Resultó ser un chica francesa, nueva inquilina que había llegado de noche, mientras yo dormía, de ahí que no me hubiera enterado de su presencia. Se llamaba Nicole, tenía unos veinte años y... era pelirroja. Como además parecía no guardarme rencor, exhalé un suspiró de satisfacción; el vaso estaba medio lleno.
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