El increíble cementerio mexicano de Pomuch


No me atrevo a asegurar que el cementerio de Pomuch sea el más inaudito del mundo pero sí que estaría en el podium de rarezas. Pomuch es una villa situada al noroeste de la ciudad de Campeche, en el estado homónimo de la península del Yucatán (México). Tierra maya, por tanto, que conserva buena parte de sus ancestrales rituales religiosos más o menos mezclados con las aportaciones cristianas. Algo que tiene su apoteosis cuando llega el primero de noviembre.

El Día de los Muertos adquiere características muy especiales en todo el país: ya sabemos de la particular relación que esa jornada establecen los mexicanos con sus fallecidos, dejándoles el hueco en la mesa durante la comida, haciendo omnipresentes esqueletos y calaveras de caramelo, o cenando, bebiendo y bailando en los cementerios toda la noche. Pero en Pomuch le dan una vuelta de tuerca más a todo esto.

Sea porque así lo exigen milenarias costumbres prehispánicas o por la saturación del pequeño camposanto hace menos tiempo, lo cierto es que a los tres años y medio del entierro hay que sacar los restos del ataúd y trasladarlos a un osario, estén como estén, se haya completado o no la descomposición. Lo normal es que sí, aunque a veces se han dado casos de tener que hacer la pringosa operación a medias e incluso se han hallado los cadáveres en estado de momificación.


El proceso lo pueden hacer el enterrador o, si no hay dinero, cosa frecuente, los propios familiares. El osario adopta formas clásicas pero a veces es más elaborado, asemejando un templete; en cualquier caso siempre abierto, es decir, no hay tapa ni cristal: se puede ver el interior y, de hecho, los huesos se colocan deliberadamente para ello. Resultan especialmente impresionantes los infantiles, claro; o los que conservan el pelo. También se habla de un esqueleto encadenado al que no se le quitó la atadura para que permanezca allí siempre, aunque yo no lo pude localizar.

A partir de la última semana de octubre la gente de Pomuch (unos ocho mil habitantes) o los que residen fuera pero tienen allí a sus muertos, se acercan al cementerio para limpiar y bañar sus huesos. Con brochas y paños se les saca brillo y se colocan en cajas artesanales, de madera quien pueda costearla y, si no, aprovechando una de galletas debidamente adornada con un mantel bordado, donde no faltan las iniciales del difunto y motivos florales que, dicen, representan el estatus familiar del fallecido. Estos manteles se dejan en el osario decorando la caja hasta el año siguiente.

Si todo esto se hace los mismo días de la festividad (allí son el 1 y el 2 de noviembre), es típico compartir la comida con su espíritu para establecer un vínculo de comunicación con él: las viandas tradicionales son los tamales y una especialidad local llamada pibipollo, carne de ave en tortillas, ya que Pomuch es famosa por sus panes. Pero no sólo se come con el esqueleto; también se le habla, pregunta, reprocha, baña, ríe...


Asimismo, se aprovecha para arreglar tumbas y osario. Suele dárseles una mano de pintura, a menudo del mismo tono que la casa del difunto para que no la eche de menos en demasía. El resultado es un pequeño camposanto multicolor, no demasiado bonito pero sí insólito, en el sentido de que un paseo por sus estrechos caminos descubrirá al visitante la rareza de los cráneos y huesos expuestos. Y si se topan con una familia en pleno proceso de exhumación de restos para trasladarlos al osario, como me pasó a mí, no se extrañen de que se los muestren con orgullo.

Fotos:
JAF y Marta B.L.

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