Vendiendo coles


(Continuación del post anterior)
Pero, entretanto, los exiliados tutsis en Uganda no se habían quedado de brazos cruzados. Muchos de ellos, con experiencia militar tras haberse enrolado en el ejército ugandés, formaron el FPR (Frente Patriótico Ruandés) y, liderados por Paul Kagamè, comenzaron a hacer incursiones desde la frontera en 1990.  El Poder Hutu lo consideró la excusa perfecta para dar el pistoletazo de salida al genocidio; así lo demandaba el periódico Kangura en titulares, aunque de momento las matanzas fueron  moderadas: 300.000 tutsis murieron en Kibilira. Ruanda se vio envuelta en una guerra civil sin que el resultado pareciera poder decantarse por ningún bando.  Y eso que Miterrand envió a sus paracaidistas ¡a defender al gobierno hutu! Las naciones del entorno intentaron mediar y en 1993 consiguieron un alto el fuego mientras los líderes se entrevistaban para negociar un tratado de paz. Es lo que se llamó Acuerdo de Arusha -porque se desarrollaba en esta ciudad de Tanzania-, cuyas conclusiones fueron: fin de la violencia, regreso de los exiliados, elecciones y presencia de los cascos azules de la ONU.

Papel mojado. Mientras el presidente Habyarimana parlamentaba, la facción  hutu más extremista seguía programando el exterminio tutsi utilizando el censo y las listas de escolares (recordemos que Bélgica había impuesto la clasificación tutsi o hutu en el DNI). El cantante Simon Bikindi echó leña al fuego con sus letras y la Radio de las Mil Colinas empezó a emitir discursos incendiarios que hubiera firmado el mismísimo Hitler; por cierto, el Hitler de Zaire, Mobutu, apoyaba al Poder Hutu, al igual que Francia.

Y entonces pasó lo peor. El avión en el que Habyarimana regresaba de Arusha  fue misteriosamente derribado cuando sobrevolaba Kigali. Los restos del aparato incluso cayeron en su residencia presidencial. Era la chispa definitiva y la condena para los tutsis. Hasta la ONU lo vio así y retiró al 90% de la UNAMIR, la fuerza de paz que había enviado, porque estaban demasiado frescas las imágenes de la muerte de marines en Mogadiscio. Esa misma noche empezó la masacre no sólo de tutsis sino de los hutus que no colaboraran en ella; una forma tan ingeniosa como diabólica de obligar a todos a implicarse y, así, distribuir  colectivamente la responsabilidad restándole importancia. Hasta un millón empuñó el machete voluntariamente o no. Incluso se cargaron a la primera ministra interina, Agatha Uwilingiyimana, por demasiado templada y, con ella, a los diez cascos azules belgas de su escolta.

Según los cálculos, se asesinó a un ritmo de 5 muertos por minuto, que hicieron un total de 800.000 cadáveres en 100 días. En las aguas del lago Kivu flotaban 50.000 cuerpos mientras otros miles de desgraciados se refugiaban en  hospitales e iglesias como la de Mugonero, que no les sirvieron más que de sepultura en tierra sagrada. La milicia Interahamwe ofrecía una prima por cada cabeza tutsi cortada, "vender coles", en el argot. Hubo más afectados en Ruanda aquellos tres meses que durante toda la guerra de Yugoslavia pero nadie movió un dedo. En el mundo occidental se recurría a eufemismos como decir "actos de genocidio" en lugar de genocidio directamente y las escasas tropas de UNAMIR  apenas 5.000 hombres, sólo estaban en calidad de observadores, sin poder intervenir, para desesperación de su general, el canadiense Romèo Dallaire (que años después se despachó a gusto en un libro en el que no dejó títere con cabeza).

Cuando finalmente se decidió actuar, con la llamada Operación Turquesa, el FPR ya había llegado a las afueras de Kigali. Entonces los soldados sí fueron autorizados a usar sus armas: contra los perros que devoraban cadáveres por las calles.

Foto: World Press Photo 1994

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